Texto: Rodolfo Neri Vela
Agradezco la invitación que la Fundación UNAM me ha hecho para escribir unas líneas sobre mi vida universitaria. Somos tantos los mexicanos que le debemos a la UNAM su generosidad, al habernos formado en diversas disciplinas para transitar por el ejercicio profesional, que siempre estaremos en deuda con ella, con nuestros profesores y con nuestra patria. Sin duda, hay muchísimos egresados que podrían contar historias sorprendentes sobre su paso por las aulas, los laboratorios, y sus éxitos en el terreno de su profesión. La mía, humildemente, es una de entre millones que se pierde en el universo de médicos, físicos, ingenieros, abogados y demás especialistas que hemos tenido la dicha y el privilegio de estudiar en nuestra Máxima Casa de Estudios.

En mi niñez, los astronautas no existían. Por lo tanto, yo no soñaba con ir al espacio. Tenía nueve años de edad cuando cursaba el cuarto de primaria en la escuela pública “Benito Juárez”, en la colonia Roma de la Ciudad de México, cuando nuestra profesora nos comentó en 1961 sobre la hazaña de Yuri Gagarin, primer hombre que visitó el espacio y orbitó la Tierra. Los canales y medios informativos de aquella época no eran nada en comparación con lo que hoy los jóvenes tienen a su alcance, de modo que fuera de ser una nota interesante, confieso que a esa corta edad no comprendí la magnitud de aquel suceso que marcaría mi vida más adelante.

Mi padre construyó la casa familiar en Iztacalco, y fue ahí donde terminé mi primaria, en la escuela pública “Heroicos Cadetes”. Siempre preocupado por nuestra educación, un día muy temprano, mi papá —médico, también egresado de la UNAM— nos llevó a mi hermana Cristina y a mí a inscribirnos en la Escuela Nacional Preparatoria No. 2 “Erasmo Castellanos Quinto”. Era y sigue siendo la única preparatoria de la UNAM que cuenta con la llamada “iniciación universitaria”, programa en el que se instruye a cientos de alumnos desde el nivel de secundaria. Todavía éramos niños mis compañeros y yo, pero ¡ya éramos orgullosamente pumas! Eso nos llenaba de alegría y también veíamos con cierta admiración y respeto a los mayores que ya estaban en bachillerato, y soñábamos con alcanzarlos a su debido tiempo.

Ir desde Iztacalco hasta el Centro Histórico no era fácil, pero bien valía la pena. Cristina, nuestro hermano menor Rolando y yo llegábamos puntualmente a las siete de la mañana para tomar nuestras diferentes materias con brillantes profesores que nos deslumbraban con sus conocimientos; algunos llevaban décadas enseñando y se habían convertido en verdaderas leyendas vivientes.

En 1968, año de tristeza e indignación por la noche de Tlatelolco y también de intensa emoción por los Juegos Olímpicos, ya estábamos reubicados en un antiguo edificio que hoy es el Palacio de la Autonomía, en Lic. Verdad y Guatemala. Pero antes de mudarnos a Lic. Verdad, no recuerdo por cuánto tiempo, habíamos tomado nuestros primeros cursos en San Ildefonso, justo enfrente de la entonces Preparatoria No. 1, con la que había una sana pero intensa rivalidad. En ocasiones me enojaba escuchar que los alumnos de la Prepa 1 pensaban que eran mejores que los de la Prepa 2.

Fuera de esos pensamientos y sentimientos de adolescente universitario, cuando yo ya tenía 17 años y había alcanzado al fin el codiciado nivel oficial de preparatoriano, la llegada de la misión Apolo 11 a la Luna me conmovió, dejó una huella en mi alma, tan profunda como la huella de Neil Armstrong en la superficie lunar, y en ese momento decidí que yo sería ingeniero. Ir al espacio todavía no estaba en mis planes.

Ingresé a la Facultad de Ingeniería en Ciudad Universitaria en 1970. Era maravilloso ser alumno en ese majestuoso complejo arquitectónico, repleto de actividades, miles y miles de estudiantes y, por supuesto, centenares de profesores e investigadores que realizaban su labor docente con responsabilidad, a veces infundiéndonos cierto temor de ser reprobados, pero también sembrando en nosotros dedicación y respeto.

A principios de los años 70 eran pocos los doctores en ingeniería que impartían clases en nuestra facultad, de modo que los que éramos afortunados de ser sus alumnos los veíamos como dioses del conocimiento, y un día, al final de la carrera, decidí que yo quería ser como uno de ellos. No precisamente un dios del Olimpo, sino una persona con más estudios, especializado en comunicaciones por satélite.

Cuando llegó el día de mi examen profesional, en mayo de 1975, ya tenía algunos años de antigüedad como empleado de la UNAM, pues desde mediados de mis estudios fui contratado como ayudante de Matemáticas y de Probabilidad y Estadística. Califiqué miles de tareas de los alumnos de los primeros semestres y daba asesoría para ellos en la biblioteca. La UNAM no solamente me formó como ingeniero, sino que al mismo tiempo me ayudó a ganarme la vida para poder pagar mis necesidades básicas de estudiante. Ya en la segunda mitad de la carrera hubo una convocatoria para que los alumnos interesados y que habíamos sido ayudantes de matemáticas, tomásemos un curso propedéutico para convertirnos en ¡profesores de matemáticas! Era un reto y una gran oportunidad. Es así como fui, antes de titularme, profesor de Matemáticas I, II, III y IV, de Ingeniería de Control, de Circuitos Electromecánicos (que años atrás estuve a punto de reprobar) y de Laboratorio de Comunicaciones.

Recibí una beca del Consejo Británico para hacer mi Maestría en la Universidad de Essex, y después una beca del CONACYT de México para mi doctorado en la Universidad de Birmingham, también en Inglaterra. Pero durante esos años lejos de México, nunca perdí el contacto con mis profesores de la UNAM, de modo que, al regresar como un joven doctor, me incorporé de inmediato a la Facultad de Ingeniería para impartir las cátedras de Teoría Electromagnética y de Antenas. En paralelo, trabajé igualmente por varios años en el Instituto de Investigaciones Eléctricas, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes y la Universidad del Ejército y Fuerza Aérea.

Para 1985 yo ya era profesor investigador de tiempo completo en la Unidad de Posgrado de la Facultad de Ingeniería de la UNAM. Un día me enteré de la convocatoria para seleccionar al primer mexicano que representaría a nuestro país en una misión con la NASA de los Estados Unidos. Otra vez, era un gran reto y una gran oportunidad que yo no estaba dispuesto a dejar ir sin intentarlo. No me queda la menor duda de que todo lo que aprendí en la UNAM y la experiencia profesional adquirida en ella fueron fundamentales para poder ganar en ese concurso y poder ir al espacio a bordo de la nave Atlantis. Fue una semana maravillosa orbitando la Tierra, pues en aquellos tiempos los viajes espaciales no eran tan prolongados como hoy. Pero también fue una gran responsabilidad y un honor, portando nuestro escudo nacional en mi uniforme de astronauta.

Al terminar la misión regresé de inmediato a México y, además de recorrer el país impartiendo conferencias, me reincorporé a la UNAM. Allí permanecí impartiendo diversas materias, investigando y publicando artículos en colaboración con mis alumnos, dirigiendo tesis, y muchas otras actividades como cualquier docente de nuestra querida institución.

Salvo una estancia de año y medio en que trabajé con la Agencia Espacial Europea, en Holanda, siempre laboré en la UNAM, a la que agradezco por siempre el haberme brindado una experiencia de vida enriquecedora e inolvidable. Fue ahí, en mi cubículo de universitario, y también en largas noches extra en mi casa, donde pude escribir varios libros de divulgación científica y dos textos para alumnos de ingeniería, sobre comunicaciones por satélite y la transmisión de señales por microondas y fibras ópticas.

Y así como un día mi padre me llevó a inscribirme a la Prepa 2, sin saber qué nos depararía el futuro, yo me pregunto: ¿qué destino extraordinario le aguarda a los adolescentes que hoy estudian con entusiasmo en las aulas de todas las preparatorias de la UNAM?

Para concluir este breve relato, me gustaría resaltar y reconocer la labor invaluable que la Fundación UNAM realiza para preservar nuestros valores nacionales, nuestros bienes culturales e históricos, y apoyar a las nuevas generaciones para que recorran su camino y puedan aspirar a encontrar la felicidad y el éxito. Mis felicitaciones y mis mejores deseos.

Primer astronauta de México

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