Así pensaba titular mi artículo semanal rememorando aquella genialidad de Carlos Denegri, a quien Julio Scherer describió como el mejor y el más vil de los reporteros. Cuentan que en la columna de que disponía en la primera plana de aquel Excélsior, escribió un día después del 6 de agosto de 1945: “Ayer los Estados Unidos arrojaron sobre Hiroshima la primera bomba atómica. Padre nuestro que estás en el cielo…” Y que dejó en blanco todo el resto de su espacio.

Lo que yo quería decir es que la humanidad está ahora amenazada por dos payasos patéticos, pero muy poderosos, como el norcoreano Kim Jong-un y el estadounidense Donald Trump. Y es que el imbécil que habita la Casa Blanca ha hecho una declaratoria de guerra nuclear al amagar —en plena ONU— con “destruir completamente Corea del Norte”; por supuesto que con armas atómicas, luego de los ensayos balísticos de Jung-un, que cuando los observa ríe como un idiota jugando en su laptop.

Quería escribir de la indignada injusticia de que estos dos desquiciados quieran iniciar una apocalíptica confrontación nuclear que desencadene la guerra final. La que borrase de esta nave común a siete mil 500 millones de seres humanos; que desapareciese los más bellos paisajes y los rostros irrepetibles; los animales insólitos del viento, la tierra y el agua; los siglos de historia y sabiduría; el futuro de nuestros hijos.

En esas andaba yo cuando comenzó todo. El piso 14 de mi oficina se estremeció. Incluso yo mismo, que he vivido temblores desde mi infancia en Tepito, cuando aquel Ángel caído. Yo que trabajé como reportero la destrucción del 85 con Plácido levantando lozas en Tlatelolco o resignado a la muerte de queridos amigos sepultados bajo toneladas de escombros en el edificio entrañable de noticieros en Televisa.

Nunca había sentido nada como esto. La violencia de los sacudimientos. La ferocidad de la tierra golpeando de abajo hacia arriba. Y las primeras imágenes de miles de muertos y derrumbes amontonadas a fuerza en mi cabeza. Y el instinto que me hizo bajar dando tumbos por la escalera de emergencia hasta el estudio de Ciudad TV, el Canal de la Asamblea de la CDMX ahora a mi cargo. Donde me uno a mis compañeras Vianey Fernández y Elia Almanza en su noticiero de la una: catorce minutos antes de este 7.1; apenas 12 días después del 8.2 del 7 de septiembre y exactamente a 32 años de distancia de aquel 8.1 del 19 de septiembre del 85.

Comenzaron así a sucederse horas sin tiempo pero plagadas de temores, angustias y hechos contrastantes: los inevitables comentarios sobre las vueltas del destino y la fatalidad de la fecha; los primeros reportes sobre muertos y derrumbes; los miles de reporteros y camarógrafos aficionados que a través de sus redes nos hacen llegar imágenes insólitas, como la del edificio colapsado frente a la cámara del celular; una y otra vez los desafíos a nuestra capacidad de asombro; la reedición maravillosa de la solidaridad en los miles de voluntarios; los reportes de la respuesta oficial; Peña Nieto regresando su avión que iba a Oaxaca; Mancera haciéndose cargo de la contingencia; la mejor cara de marinos y soldados; y la tristeza inconmensurable por los niños del Rébsamen.

Me pregunta mi fiel Luis Figueroa qué título le pondría a este nuevo artículo. Le respondí que podíamos dejar el anterior.

Periodista. ddn_rocha
@hotmail.com

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