La Guardia Nacional, en los términos aprobados el miércoles pasado por la Cámara de Diputados, tendrá carácter y organización militar. Esa realidad no la cambia el que se haya añadido a la iniciativa original de Morena el mando compartido entre las secretarías de Seguridad Pública y de la Defensa Nacional.

Por otro lado, el que se haya retirado el artículo transitorio que permitía la colaboración de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública mientras se consolidaba la Guardia Nacional, sigue dejando en un limbo legal al Ejército y a la Marina.

¿Esa irresoluta violación constitucional —motivo de intensos debates en los tres gobiernos anteriores— llevará a AMLO a regresar a sus cuarteles a las Fuerzas Armadas si no se corrige esa omisión reclamada ayer en su conferencia de prensa? Tocará determinarlo al Senado que, por lo escuchado ayer en su sede, tratará el asunto hasta el periodo ordinario de sesiones que iniciará el próximo primero de febrero.

En tanto subrayemos dos certezas y una duda sobre la Guardia Nacional militarizada.

Primera certeza: la participación militar en tareas de seguridad pública ha violado derechos humanos. La otra: no hay, por lo pronto, más que las Fuerzas Armadas para contener la inseguridad. Y la duda, sobre todo proveniente de la oposición panista: ¿nos llevará al totalitarismo la concentración del poder político y militar en unas solas manos, sin los necesarios contrapesos?

En el diagnóstico del problema se ha soslayado una razón de fondo que tiene que ver con las políticas de seguridad de Estados Unidos a las que México se ha subordinado y que, en su narrativa oficial y la nuestra, se presenta al narcotráfico como un enemigo monstruoso.

En 1947, en plena Guerra Fría, se creó la CIA para enfrentar al enemigo de entonces, el comunismo. Estados Unidos legitimó así su intervencionismo. Ese mismo año, y no fue casual, se creó en nuestro país la temida Dirección Federal de Seguridad (DFS). La colaboración de ambas agencias dio lugar en la década de los 70 a la Operación Cóndor. Washington desplegó con ella una agresiva política intervencionista contra luchas populares de países latinoamericanos. El gobierno mexicano hizo lo propio con su guerra sucia contra los movimientos armados surgidos tras la masacre de Tlatelolco en 1968, pero encubierto en la política de erradicación de plantíos de droga.

Cuando el comunismo ya no pudo ser más el enemigo formidable tras la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento de la Unión Soviética, el gobierno estadounidense creó a su nuevo genio del mal: terrorismo-narcotráfico. Sin siquiera diferenciarlos, centró en torno a ellos su nueva política de seguridad intervencionista a la que, sin chistar, se subordinaron los gobiernos panistas de Fox y Calderón, y el priista de Peña Nieto.

Desde la Operación Cóndor hasta la fecha, el tráfico de drogas ha sido prohijado y controlado por el poder oficial. No es verosímil que la delincuencia organizada se haya salido del control de una estructura tan poderosa como el Estado. Ni hay Estado fallido ni mafiosos superpoderosos que con sus cárteles todo lo pueden. El narco patrón del mal es uno de tantos productos culturales que sobredimensiona el poder de esos delincuentes en novelas bestseller, películas o series de televisión.

Dice Oswaldo Zavala en su recomendable ensayo Los cárteles no existen (Malpaso Ediciones 2018): “Existe el mercado de drogas ilegales y quienes están dispuestos a trabajar en él, pero no la división que, según las autoridades mexicanas y estadounidenses, separa a esos grupos de la sociedad civil y de las estructuras de gobierno. Existe también la violencia atribuida a los supuestos cárteles, pero esa violencia obedece más a las estrategias disciplinarias de las propias estructuras del Estado que a la acción criminal de los narcos”.

Y explica: “Los cárteles son un dispositivo simbólico cuya función principal consiste en ocultar las verdaderas redes de poder oficial que determinan los flujos de droga”.

¿Por qué? Porque es “un negocio a secas”. Porque en términos geopolíticos (y no es casual que la mayor violencia que se registra en el país esté en su zona noreste, donde la Cuenca de Burgos y su abundante gas shale sea una de las principales cuencas del mundo para la extracción de hidrocarburos), EU impulsa, con la complicidad de las autoridades mexicanas, una política de despoblamiento (muertes, secuestros, desapariciones y desplazamientos) para que las oligarquías locales, en complicidad con conglomerados transnacionales, exploten esa riqueza.

No sé si el presidente López Obrador haya reparado en ello. No sé cuán convencido esté de que la Guardia Nacional, en los términos que la concibe, no es la prolongación de una política de seguridad subordinada a la de Estados Unidos.

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