Me intriga por qué hay ciertas composiciones musicales o cuadros que nos atraen. ¿Por qué los escogemos frente a otros? O mejor dicho por que resultan unos imanes poderosos a los que nos rendimos una y otra vez. Lo digo porque hace muy poco entré al Perez Art Museum de Miami (por cierto, un espléndido edificio a la vera del mar en el centro de la ciudad), y en una de las enormes salas, nada más poner un pie aquel cuadro me llamó. Literalmente es un llamado. Hay una complicidad íntima con la disposición del color y las enormes pinceladas en aquellos tres lienzos que colonizan un muro: me llama el verde oscuro y el marrón, y el azul profundo y espacios vacíos entre el engarce de los colores que hacen del lienzo un boquete de emoción. Me acerco a ver la ficha que acompaña el cuadro. Ya debería saber, porque una y otra vez en distintos museos de Estados Unidos, la convocatoria ocurre: es Joan Mitchell. La conocí en el MOMA de Nueva York, esos grandes formatos de pintura abstracta. Así como Pollock y su maraña de pintura es reconocible y De Kooning es claro y lo puedo nombrar, a Joan no la reconozco a primera vista. Entonces, frente al cuadro me ocurre ese sentido de veneración, de admiración profunda por lo que la mirada del artista es capaz de proponer. Me pregunto con más insistencia por qué siempre me acerco a esas grandes piezas abstractas, vigorosas y armónicas, plácidas en su desarreglo. Será porque a Joan Mitchell le gustaban Van Gogh y sobre todo Matisse y sus colores vibrantes, será porque con el expresionismo abstracto ha vaciado de narrativa la pintura para dejarla sensación desnuda. Será porque frente a un cuadro suyo me topo con una relación distinta con el espacio, porque me confundo con el paisaje y la temperatura anímica. Será porque es más provocador que las catedrales de Ruan pintadas a distintas horas del día por Monet. Será porque sin historia la fuerza está en lo indefinible. Es cierto, me gusta el arte abstracto y ha sido parte de mi formación visual, pero ningún pintor me convoca así, desprevenida, como lo hacen los lienzos de Joan Mitchell. Allí está Rothko y su claro ordenamiento geométrico del color, y ya he escrito sobre la emoción religiosa que acertadamente provocan los morados cardinales de la capilla con su nombre en la ciudad de Houston; el californiano Diebenkorn con su paleta solar, con sus tonos alberca, con esa resolana que patina sus lienzos me encanta, y Cy Twombly que reinventa a Monet, pero con Mitchell ocurre la fascinación por el misterio. ¿Por qué entre todos los que cuelgan en los muros de un museo de arte moderno mi vista la escoge a ella, como si un instinto gobernara mis gustos? Quise saber si en su vida había alguna clave para la preferencia de mis ojos: nació en Chicago en 1925, fue de las pocas mujeres que destacó en la segunda generación del expresionismo abstracto, pertenece a la New York School, de Manhattan se mudó a París, donde vivió prácticamente toda su vida. Se casó con Barney Rosset, dueño de Grove Press, quien fue el editor de Trópico de cáncer, de Henry Miller en Estados Unidos; después vivió con el pintor canadiense Jean Paul Riopelle en París y, al heredar, compró una finca en Vetheuil, cerca de Giverny y los jardines de Monet. Murió a los 47 años de cáncer y sus últimos cuadros fueron de menor formato.

Trato de encontrar la huella de las decisiones de su vida en los cuadros: tal vez el paisaje, ese diálogo con los impresionistas, esos amarillos Van Gogh como en el cuadro Los pájaros, ese sol lateral, esa ternura que a veces se asoma, ese encontrar la voz como lo hizo Henry Miller en París, esos interlocutores ya sea el editor o el pintor. No lo sé y no importa. El llamado ocurre una y otra vez.

Frente a Joan Mitchell no me pregunto si es una mujer que pinta, es la pintura la que me confronta sin biografía, sin ficha técnica, sin anecdotario, es puro asomarme a la ventana que su mirada propone, es aliviar mi sed, es ensanchar la emoción y provocar una conmoción íntima.

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