Conocí a mis dos abuelas. La santanderina había enviudado joven y tenía un carácter recio; criar a cuatro hijos en país ajeno no era tarea fácil. Había alcanzado a su novio con quien se casó por poder, embarcándose y cruzando el istmo hasta llegar a Tapachula. Usaba lentes, era carnosa, la nariz aguileña, cantaba en las comidas de Navidad un canto triste de su tierra y a los nietos nos mantenía a raya. Era estricta, diabética, distante. (Aunque cada nieto según su edad vive a sus abuelos.) La abuela madrileña era más joven que la otra y muy jovial en su trato. Había venido con sus tres hijos en la Guerra Civil, saliendo con dificultad de Madrid a Valencia, de allí a París y luego a Cherburgo para tomar el Orinoco: en México la esperaba su marido. Había estudiado corte y confección, era alegre, molía café todos los días, hacía croquetas y contaba de Madrid: de su Madrid. Uno puede tener dos abuelos, cuatro si bien nos va, y por algo establecer una relación especial con alguno. Mi abuela Juana fue ese personaje, la que todos nos peleábamos, la que nos llevaría a Madrid el año de su muerte, la que me enseñó a enhebrar la aguja y coser con dedal, la que andaba en camión y en el fin de año nos llevaba a misa de gallo. En casa de la santanderina pasábamos las navidades, cuando ella murió nos mudamos a casa de la abuela madrileña, cuando ella murió… a casa de mis padres.

Para mi padre, a falta del suyo, su abuelo Pedro fue central, como lo son para muchos en ausencia de los progenitores. Mis hijas tuvieron la oportunidad de disfrutar a sus abuelos maternos muchos años. De tener conversaciones de adultas; de construir relaciones que contarán a su modo. La relación de la nieta con su abuela está en mi novela Cuando te hablen de amor porque quise explorar complicidades que se dan no sólo por la relación de parentesco sino por pactos y personalidades, por un intercambio de afectos y sabiduría que me intriga y desata preguntas. En Tela de Seboya, Myriam Moscona comparte la relación más bien tenebrosa con una abuela muy particular; de Sabina Berman leí hace muchos años una novela pequeña y dulce, La bobe (La abuela). Cuando Marisol Schutlz era editora, tenía la idea encantadora de convocar a un grupo de escritoras a escribir sobre sus abuelas.

Toda esta reflexión de abuelos, no sólo porque la Navidad los pone en el centro de la mesa que presiden, como referencias y renovación de rituales, sino porque estreno personaje: soy abuela. Y entre la felicidad que significa la vida nueva, la criatura que cambia día a día y que puedes retener en tus brazos, el aroma de bebé que debían patentar, el asombro de ver a tu hija ser madre en la rueca del tiempo que promete continuidad, el poderse hablar y apoyar de madre a madre, me pregunto qué personaje seré para mi nieto. Nos toca ir probando roles de parentesco, según las circunstancias o elecciones que hacemos: nacemos hijos y tal vez hermanos, somos nietos, primos y sobrinos, tal vez seamos padres, tíos, nueras o yernos, cuñados, y luego suegros, consuegros y quizás abuelos. Ser abuela es una oportunidad en el teatro de la vida que nos pone a prueba: distantes o cercanos, divertidos o estrictos, cómplices y solapadores, puentes al fin entre hijos y los hijos de los hijos: nos toca presidir la mesa de Navidad, acomodar los rituales heredados, contar las anécdotas de las navidades pasadas, recordar nuestra genealogía para darles su lugar en la mesa con los nuevos, para tejer la historia de familia.

Gonzalo Celorio me cuenta que, entre los amigos que han abueleado, han acordado que al que empiece a hablar del nieto se le sanciona con una cuota, si le da por enseñar las fotos, la multa es mayúscula. Por eso, con discreción para no abrumarlos, hoy he hablado de los abuelos cuando en realidad quería hablar de mi nieto.

Felices fiestas y que la alegría ronde la renovación anual.

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