Hace un lustro, Andrés Manuel López Obrador vivía días amargos. Había perdido una segunda elección presidencial , esta vez con mayor claridad. A pesar de sus reclamos, Enrique Peña Nieto lo había superado por más de 3 millones de votos, un margen de casi 7%. Después de seis años de furibunda oposición al gobierno de Felipe Calderón , López Obrador apenas había sumado a su causa un millón de votantes desde la elección del 2006 , una cosecha magra para un esfuerzo titánico. En el camino, además, había dejado una izquierda rota. Marcelo Ebrard, su aliado y discípulo natural, se sentía traicionado. Miguel Ángel Mancera, nuevo jefe de gobierno del gran bastión de la izquierda en la capital, parecía decidido a caminar por su propia vía. Peor aun: Peña Nieto comenzaba su gobierno con el 60% de aprobación y suficiente capital político como para concretar una serie de reformas con el apoyo de la mayoría de la oposición.

Fue entonces que López Obrador tuvo un sueño .

Soñó que el PRI sería incapaz de trascender su propia naturaleza. Imaginó que, sabiéndose de nuevo en el poder, el PRI volvería a solapar la corrupción más burda. Soñó que, en su arrogancia, el presidente de México y su hombre más cercano y posible sucesor incurrirían en conflictos de interés imposibles de explicar. Imaginó que otras figuras del círculo cercano al nuevo presidente se verían inmiscuidas en escándalos internacionales de corrupción millonaria, solo para ver sus casos convenientemente archivados por la justicia mexicana, para indignación de la sociedad. Soñó que la primera dama se convertiría en símbolo de dispendio y altivez. Imaginó que los jóvenes gobernadores priistas , a los que el presidente había elogiado como el nuevo rostro del partido, se servirían con la cuchara grande en una exhibición de vulgar impunidad y podredumbre moral que haría palidecer a cualquier dictador bananero. López Obrador soñó que el país se llenaría de historias de priistas corruptos ; una pandilla de risueños y regordetes señores feudales que, carajo, merecían “abundancia”.

Ya de madrugada, López Obrador vislumbró que, frente a su nuevo ascenso como aspirante presidencial, la oposición se dividía. Imaginó que, antes que renovarse y buscar una figura que tratara de representar el cambio que con el tiempo enarbolaría López Obrador , el PAN primero buscaría conquistar el futuro regresando al pasado. Soñó que Felipe Calderón , el hombre al que le había hecho la vida imposible por seis años, su enemigo mayor, al que le había colgado la sombra de la ilegitimidad, trataría de volver al poder no a través de la construcción de un panismo fortalecido y renovado sino en la persona de Margarita Zavala. Sin despertarse, López Obrador suspiró aliviado: nada mejor que enfrentar a la personificación del status quo en una elección de cambio.

Entonces, de súbito, el sueño lopezobadorista sufrió un sobresalto cuando consideró un factor inesperado. Imaginó que dentro del PAN surgía otro proyecto, encabezado por un político más joven y mayormente desconocido, un comodín impredecible con un hambre de poder equivalente a la suya. Por un momento, se agitó. La calma volvió cuando, en sueños, diseñó la caída ideal del panista. Tuvo la fantasía de que Zavala, Calderón y su gente cercana preferirían romper con el partido que formaron antes que claudicar en sus ilusiones dinásticas. Soñó que, asesorado por mentes de una brillantez de verdad a-som-bro-sa, el joven retador panista decidiría amenazar abiertamente a Enrique Peña Nieto , alejando al voto priista desencantado de su presidente y provocando al puercoespín tricolor, cuya primera y quizá única regla es la protección de los suyos: a como dé lugar, a cualquier precio. López Obrador soñó a los asesores más célebres del joven panista presumiendo públicamente su amistad con priistas, contando en televisión nacional anécdotas de reuniones en Los Pinos; presumiendo, ufanos y ricachones, su asistencia a la fiesta de cumpleaños de Carlos Salinas, ese que López Obrador había identificado por años como el jefe máximo de la “mafia del poder”. Así, López Obrador soñó a su joven oponente asediado, mal aconsejado, convertido en un paria dentro de su propia coalición. Jaque mate.

Con el despertador a punto de trinar, López Obrador soñó al PRI desesperado en los últimos meses del 2017 . Imaginó al presidente Peña Nieto como una figura tóxica, hundido en el oprobio, lidiando –vaya cereza en el pastel- con un galimatías en Estados Unidos. “¿Y si Estados Unidos elige a un loco populista y antimexicano? ¿Y si Peña Nieto y Videgaray deciden invitarlo sin razón alguna mientras es candidato y lo ayudan, torpe e involuntariamente, a ganar fuerza?”, se preguntó en sueños López Obrador, dando vuelo a la fantasía.

Al final soñó que, con el proyecto transexenal del peñanietismo colapsado por el peso de su incapacidad, el PRI optaba por un supuesto candidato “independiente”, un hombre sin experiencia en campaña ni talento alguno para la arenga. Imaginó que el supuesto candidato no-priista demostraba ser casi físicamente incapaz de distanciarse del PRI y, sobre todo, del peñanietismo , abogando tercamente por una continuidad imposible, tratando de revivir a los muertos. Imaginó a la maquinaria priista peleada consigo misma, paralizada frente al desastre creado por su propia intemperancia.

Al despertar, Andrés Manuel López Obrador se talló los ojos. Su sueño parecía un anhelo difícil de alcanzar. Parecía improbable que sus rivales cometieran errores tan graves. Era complicado que le abrieran la puerta de nuevo, mucho menos dándole finalmente la razón en su lucha monotemática contra la corrupción. Hasta los más cínicos y torpes tienen algún sentido de los costos del descaro, pensó. Hasta los más soberbios conocen sus límites, supuso. O quizá no. “A veces”, pensó, “los sueños se hacen realidad” .

Y entonces, frente al espejo, López Obrador sonrió.

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