Ante los grandes desequilibrios y contradicciones que trajo consigo la globalización, ha cobrado fuerza, en diversos países y bajo propuestas disímbolas, la necesidad de contar con un nuevo contrato social. Las señales de alarma frente a la frágil sostenibilidad de un modelo neoliberal que se olvidó del bienestar, crecieron y se reprodujeron con caótica rapidez. Generaron temor y desconfianza, sobre todo entre los jóvenes, y se consolidó un partido sin estatuto, pero con gran fuerza social: el partido de los inconformes. En él se cohesionaron todas y todos aquellos que se sintieron víctimas de la desigualdad. Razones no les faltaron.

La democracia, suele decir Felipe González (el presidente del gobierno español que más tiempo dirigió a su país después de la dictadura), no garantiza el buen gobierno. Lo que garantiza es que la ciudadanía pueda echar —por la vía pacífica— al gobierno que no le guste. Si no me das respuestas no me representas, adiós. La exigencia no es pues solamente la alternancia. La expectativa es que haya políticas diferenciadas. Comparar y contrastar para lo que viene: la siguiente elección.

Pienso que lo que ha debilitado a muchas democracias modernas es su falta de contenido. Se ocupan sólo de números y de indicadores que no necesariamente reflejan las condiciones de vida. Pretenden convertir a las personas en mercancía y olvidarse de sus necesidades más fundamentales, de su dignidad, de sus anhelos legítimos, del desarrollo de sus potencialidades. El modelo neoliberal marginó gradualmente la dimensión social de la economía y, al hacerlo, se convirtió más bien en un modelo neoconservador, comandado por tecnócratas arrogantes, distantes, sin sensibilidad ni responsabilidad social. Privilegiaron la productividad sobre la ética, como si estas fueran incompatibles. Confundieron la voracidad con la competitividad. El modelo, más allá de ponerle el adjetivo que cada quien prefiera, creó mayor desigualdad y precarizó la condición humana. Sólo la política puede dar respuesta cabal a estos hechos. Por eso es importante humanizarla. La precariedad en la que se encuentran millones de personas es lo que abre dolorosamente la esperanza en el futuro. Ganan las elecciones quienes mejor lo entienden, quienes son capaces de hacer suyo ese estado de ánimo —en el que conviven el agobio y la esperanza— más allá de las ideologías. Pero el reto no se agota al ganar las elecciones, hay que darle gobernanza a un sistema democrático que busca mejores modelos para el desarrollo individual y colectivo. Y, por si fuera poco, todo esto ocurre en un contexto global repleto de contradicciones.

De ahí la idea de la necesidad de un nuevo contrato social. Un nuevo pacto social, dicen algunos. La clave, en mi opinión, no radica tanto en el nombre sino en el objetivo. Para tener éxito y generar consensos amplios (que se requieren para tener legitimidad democrática) se debe poner al ser humano en el centro de su acción, sin dejar a nadie atrás y que, simultáneamente, nos comprometa a salvar al planeta. Pues bien, el instrumento ya existe, tiene nombre propio, objetivos y metas explícitas. Se gestó en las Naciones Unidas y se conoce como Agenda 2030. En días pasados, el gobierno de México refrendó su compromiso para avanzar en la ruta propuesta y alcanzar resultados. El trabajo será arduo. Se requiere voluntad, liderazgo y una gran capacidad de concertación.

Hace algunos años, cuando el entonces Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, me invitó a presidir el Consejo de la Universidad de las Naciones Unidas, una suerte de think tank que contribuía con documentos técnicos para la Asamblea General, le escuché por primera vez su convicción sobre la conveniencia de reemplazar los Objetivos para el Desarrollo del Milenio por una agenda más ambiciosa e incluyente, capaz de integrar las distintas dimensiones del desarrollo sostenible: la social, la económica y la ambiental. Me pareció entonces una tarea de tal complejidad que costaba trabajo imaginarla siquiera. Pero el Secretario tenía razón. Había que impulsarla. Los movimientos realmente transformadores requieren siempre de una dosis de utopía para persuadir, para entusiasmar, para comprometer.

Es natural que un proyecto de esta naturaleza genere más optimismo donde hay más necesidades. Pero era necesario también incluir a las naciones más avanzadas. En buena medida esto se ha logrado. Una argumentación persuasiva para ello ha sido, mutatis mutandis, que ¡por el bien de todos primero los pobres! La crisis migratoria que vivimos es un buen ejemplo. Si no se resuelven las condiciones de origen la migración, legal e ilegal, seguirá en aumento. No en vano, poner fin a la pobreza es el primer de los objetivos de la Agenda. Por eso mismo hay que invitar y convencer, para que se sumen a estas tareas, a otros sectores sociales: empresarios, académicos, fundaciones, organizaciones y, muy señaladamente, pienso que hay que incorporar a los jóvenes, sobre todo a aquellos que ahora tendrán mayores estímulos para participar en los distintos proyectos del desarrollo nacional. Se trata de un verdadero compromiso de Estado.

Propuestas que entusiasmen, y esta es una de ellas, permiten dejar atrás el pesimismo paralizante en el que estábamos inmersos: a la sociedad dolida, título, por cierto, de mi más reciente libro (Grijalbo, 2018) le urge participar, involucrarse. Si nuestra sociedad está motivada para participar en el cambio, y creo que lo está, son necesarios los proyectos concretos. No son estos tiempos para dilapidar energías. ¿Quién puede estar en contra del bienestar de las personas, de las oportunidades para aprender, del empoderamiento de mujeres y niñas, del cuidado de los mares y del agua o de las sociedades pacíficas?

Pienso que la gran virtud de la Agenda 2030 es su filosofía humanista. Rescata los valores fundamentales del humanismo, marginados por los principios del lucro mayor, los de la ambición desmedida y de la corrupción impune. Por el contrario, los reubica en el centro de las políticas públicas y los convierte en su principal argumento. La Agenda representa también un marco de referencia idóneo para el desarrollo sostenible y para adaptar nuestro propio modelo, sustentado en los principios universales de solidaridad y justicia social. Es la mejor propuesta que conozco para que las futuras generaciones vivan en mejores condiciones. Y es, asimismo, resultado del más amplio debate jamás convocado por las Naciones Unidas.

Es una buena noticia que la política del Gobierno Mexicano se rija por la ética de la austeridad, de la honestidad, de la responsabilidad y de la transparencia, pero en su momento, habrá de medirse no sólo por la fuerza de sus convicciones sino también, y, sobre todo, por la de sus resultados.

En una revalorización de la dignidad humana radica el respeto a la vida de todas y todos, y este principio está por encima de cualquier otro valor, sea económico, cultural o religioso. Por eso recuperar los valores específicamente humanos e incorporarlos a las políticas públicas, nos obliga a celebrar el regreso del humanismo a la política. Con él resurgirán la ética y la solidaridad para frenar la mercantilización excesiva y la erosión que destruye día con día nuestra casa común, nuestro planeta. Uno de mis filósofos favoritos, Zygmunt Bauman, antes de fallecer hace un par de años, sentenció lapidario: “O la humanidad se da las manos para salvarnos juntos o engrosaremos el cortejo de los que caminan rumbo al abismo”. En efecto, somos responsables de nuestra sostenibilidad. La ética de la justicia también incluye a la naturaleza.



Embajador de México en la ONU.

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