“Luminoso y calcinado, polvoriento y fangoso, desastrado, anegado”, recuerda Salvador Elizondo en Ein Heldenleben, “el México en que hizo su aparición por primera vez en mi memoria el Ruso Kirof, se debate en la interminable dialéctica de los ‘¡Viva...!’ y de los ‘¡Muera...!’, de los ‘¡Viva Cristo Rey!’, de los ‘¡Muera Almazán!’ y de los ‘¡Viva la UNS!’, que borroneados en todas las tapias con asfalto —testigos de una pasión social y política, que las tolvaneras primaverales, deshacedoras proverbiales del perfil exacto y de las filosas aristas, tardaban muchos años en hacer desaparecer, en substituir o intercambiar”.

Hacia 1980, Elizondo evocaba 1939, “el último año que la Deutsche Oberrealschule zu Mexiko ocupó su viejo edificio que desde los tiempos de Guillermo II estaba en los números 65 a 81 de la Calzada de la Piedad” y en el que oyó por primera vez la palabra Russland. Sostenía que tenía buenas razones para recordar ese año en que aprendió a leer y a escribir. “Desde entonces no he aprendido gran cosa”. En Europa empezaban a suceder acontecimientos que también entramaban su ascendencia en ese colegio y su nueva sede, “colindante por el poniente, una casona de plúmbea inspiración arquitectónica conocida como la Casa de la Condesa y que daba nombre a toda esa región de la ciudad, había sido adquirida por los rusos para hacer allí su embajada en México”.

También en la guerra convergen con frecuencia la memoria y la ficción. Los primeros días de junio de 1944, cuando en Gran Bretaña se decidía el desembarco aliado en Normandía, “la mayoría de las tropas se trasladaban en camiones del ejército”, refiere Antony Beevor en El Día D, “pero algunas unidades británicas hicieron el camino a pie, marchando al son de los clavos de sus botas que marcaban el paso al golpear en el asfalto de la carretera. Los ancianos, que observaban la escena desde sus jardines a menudo con lágrimas en los ojos, no podían dejar de recordar a los hombres de la generación anterior, marchando hacia las trincheras de Flandes. Las casas eran de forma similar a las de entonces, pero los uniformes eran distintos”.

La ficción puede ser también un arma de guerra. Beevor ha escrito que antes del desembarco aliado en Normandía, “los servicios de seguridad británicos habían capturado a todos los agentes de Berlín que operaban en Gran Bretaña. La mayoría de estos agentes habían sido engañados para que transmitieran información errónea a sus supervisores. Este sistema llamado ‘doble equis’, controlado por el Comité XX, tenía por objetivo provocar mucho ‘ruido’ y ‘confusión’”. Uno de los agentes dobles fue el catalán Juan Pujol, “cuyo nombre clave era ‘Garbo’. Junto con su agente de los servicios de seguridad constituyó una red de subagentes totalmente inventados y bombardeó la central de inteligencia alemana en Madrid con informaciones minuciosamente preparadas por Londres”.

Un hecho que parece mínimo puede propiciar remembranzas y ficciones perdurables. Las guerras suelen deparar una abundante literatura no siempre épica, a veces de intriga y espionaje, a veces sentimental y patética, con frecuencia fallida y tristemente, hilarantemente egotista, pero también admirable como la Ilíada y Comentarios a la guerra de las Galias, de Julio César; el Cantar de Roldán y la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo; La cartuja de Parma, de Stendhal, y Guerra y paz, de Lev Tolstói; Los últimos días de la humanidad, de Karl Kraus, y Vida y destino, de Vasili Grossman; El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, y Rescoldo de Antonio Estrada.

Dos años después del final de la Segunda Guerra Mundial, Luis Spota publicó El coronel fue echado al mar, cuyo narrador asegura haber estado en la guerra, “en Normandía, la madrugada de la invasión. En el Pacífico, después. Mis zapatos tienen polvo de Okinawa. Soy mexicano que peleó, peleó por pelear”. Casi 10 años después Spota recrearía algo de las historias y leyendas que perseguían a algunos prófugos de esa guerra en Casi el paraíso.

Hacia el final de la guerra, el padre de Salvador Elizondo envió a su hijo a estudiar de interno en Lake Elsinore Naval and Military School, en California. Elizondo transformó sus recuerdos de esos años en un cuaderno: Elsinore, que publicó Ediciones del Equilibrista en 1988 y que en algo está marcado por la guerra. Recuerda el aeropuerto repleto de soldados y marineros, sanos y heridos, de enfermeras que iban y venían por las inmensas salas de espera. “Las paredes estaban tapizadas con avisos y carteles de propaganda entre los que, por su profusión y notoriedad, me llamó poderosamente la atención uno que representaba a un hombrecillo pálido y sañudo, de ojos claros con lentes de bordes esmerilados y gruesos arillos de carey. De los lívidos y apretados labios le salía una boquilla de ámbar con un cigarrillo recién encendido cuya lumbre rozaba casi el filo del ala caída de su sombrero de fieltro. Llevaba el cuello de su trench coat subido hasta las orejas. Atrás se vislumbraba no recuerdo bien si un tramo del Golden Gate con la bahía de San Francisco al fondo o el skyline de New York con la Estatua de la Libertad al frente. El hombrecillo estaba en actitud de escuchar atenta pero displicente y solapadamente lo que se decía a su alrededor. BE CAREFUL!... decía el cartel con grandes letras en la parte superior, y abajo... HE MIGHT BE LISTENING!”

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