Las malas noticias suelen propagarse con celeridad. Como un mal augurio, no pocas veces se conocen antes de que sucedan y aunque puedan ser falsas, con frecuencia perduran como un estigma.

Y sin embargo, las malas noticias no suelen ser escandalosas y no siempre se imprimen en papel periódico. Son como una desgracia personal que pocos comprenden incluso cuando se convierten en noticia y espectáculo. Hay un género peculiar que se ha derivado de ello: lo que se llama Nota Roja, que en otros lugares es amarilla. Hecha de desgracias y accidentes y de cierto ingenio a veces admirable, oculta acaso una mala noticia que han sufrido íntimamente algunos que permanecen anónimos.

Cualquiera puede convertirse en protagonista de una mala noticia, que puede sobrevenir como un desastre imposible de adivinar. Un terremoto, se sabe no sólo en San Francisco, Oaxaca, Managua, el Valle de Anáhuac, Guerrero, Chile, Japón, amenaza con convertir a muchos y convierte a muchos en víctimas, con frecuencia desconocidas, de una pésima noticia. Algunos quedan acaso con el desasosiego de haberlo podido ser; otros, con un temor perenne.

También el azar aparente puede inducir a cada uno a terminar siendo protagonista de una mala noticia en un accidente fatalmente fortuito, por estar en el lugar menos afortunado en el momento menos adecuado, por caminar distraídamente frente a un banco que acaba de ser asaltado, por viajar en un avión secuestrado, por una bala perdida, en legítima defensa. Algunos quizá se acogen a la resignación y aguardan con paciente fortaleza el devenir inexorable de los hechos, pero quizá no pocos no pueden resistirse a la desesperación que propicia que sus circunstancias vayan siendo peores. No faltarán los que se creen protagonistas de una noticia ni los que consideren ignominioso reconocerse parte de una mala noticia.

Una mala noticia puede importar asimismo una paradoja inquietante. Stefan Zweig recuerda en El mundo de ayer que el día en el que se declaró lo que en los libros de historia se conoce como Primera Guerra Mundial, en Austria, “en todas las estaciones aparecían pegadas las proclamas que anunciaban la movilización general, los trenes se llenaban de reclutas recién uniformados, ondeaban las banderas, retumbaba la música marcial, y en Viena, hallé la ciudad entera sumergida en la embriaguez”. Refiere que “una ciudad de dos millones de habitantes, un país de casi 50 millones, tuvo en esa hora la sensación que todos eran copartícipes de la historia universal, de un instante que nunca volvería a repetirse, y de que cada cual estaba llamado a lanzar su yo minúsculo en esa masa ardiente para purificarlo en ella de todo egoísmo. Todas las diferencias de clase, de idioma, de posición y religión quedaron ahogadas en un instante en el fluyente sentimiento de fraternidad. Extraños se hablaban en la calle; hombres que durante años habían evitado cualquier encuentro, se estrechaban las manos; en todas partes se veían rostros animados”.

No siempre resulta sencillo identificar una mala noticia, a veces una noticia parece buena porque la preponderante era peor, a veces lo que parece una buena noticia se vuelve una mala noticia. Poco antes del Jueves Santo de 1945, cuando el Ejército Rojo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas avanzaba hacia Austria, dominada desde la noche del 11 al 12 de marzo de 1938 por el terror nazi de Hitler, el Centro Austriaco y la BBC, refiere Giles MacDonogh en Después del Reich, “intentaban ahuyentar conjuntamente los temores de la población. El Centro Austríaco llegó incluso a hacer hincapié en la fama de buen comportamiento del Ejército Rojo”. Los saqueos, las violaciones, las atrocidades se sucedieron cotidianamente. Stalin le comentó al dirigente comunista yugoslavo Milovan Djilas: “¿No puede entender que un soldado que ha atravesado miles de kilómetros entre sangre y fuego se divierta con una mujer o se apropie de una insignificancia?”

Desde la antigüedad han existido agoreros afectos a propagar malas noticias, entre las cuales no resulta la menos común el fin del mundo. Hay quienes parecen destinados a dar malas noticias y hay quienes representan una mala noticia, como aquel personaje de la mafia de Chicago que creo recordar de la serie de televisión Los Intocables, que narraba la voz de Álvaro Mutis, y que acaso creo mi recuerdo: se llamaba Letito y era peor que un oráculo funesto o un verdugo; su presencia anunciaba una sentencia fatídica.

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