El nombre de Maurice Maeterlinck puede parecer una nostalgia anquilosada. Podría creerse que las variadas ediciones de sus libros, entre las que no han resultado las menos curiosas las de Populibros La Prensa, que se vendían en puestos de periódico, están destinadas a las librerías de viejo y que su fama es una forma de olvido. Sin embargo, ese equívoco, al que no ha dejado de contribuir el Premio Nobel de Literatura, lo ha convertido asimismo en un escritor desconocido que no deja de asombrar a algunos de aquellos que se atreven a leerlo.

Hay ediciones más que confiables que pueden revelar a ciertos lectores a ese escritor acaso desdeñado que es Maeterlinck. Entre las más recientes y afortunadas se hallan Novalis, traducido por Fabienne Bradu, publicado en 2014 por la UNAM en su adictiva colección Pequeños Grandes Ensayos que dirige Álvaro Uribe, y La inteligencia de las flores que acaba de editar con fotografías de Silvia Andrade Zopilote Rey en Oaxaca y que importa el principio de su colección de libros Micra.

En el “Preámbulo” a su traducción del prólogo de la traducción que Maeterlinck consumó de los Fragmentos y Los discípulos en Sais de Novalis, Fabienne Bradu refiere que, en 1890, Maeterlinck escribió en la revista L’Art Moderne que, sobre todo, se sentía “atraído por los gestos inconscientes del ser, que tienden sus manos luminosas entre los barrotes del recinto de artificio donde estamos encerrados. Quisiera estudiar todo lo que está sin formular en una existencia, todo lo que no tiene expresión en la muerte o en la vida, todo lo que busca una voz en un corazón. Quisiera dedicarme al instinto en su sentido de luz, a los presentimientos, a las facultades y a las nociones sin explicar, descuidadas o caducas, a los impulsos sin razón, a las maravillas de la muerte, a los misterios del sueño donde, pese a la excesiva influencia de los recuerdos diurnos, a ratos nos es dado entrever un destello del ser enigmático, real y primitivo. Quisiera dedicarme a las potencias del alma, a todos los momentos en que el hombre escapa de su propia vigilancia, a los secretos de la infancia, tan extrañamente espiritual con su creencia en lo sobrenatural y tan inquietante con sus sueños de terror espontáneo como si verdaderamente proviniéramos del espanto”.

Como Leonardo da Vinci, Maeterlinck creía en el principio de la observación que induce a la curiosidad y el asombro, que, entre otras cosas, lo conducían a descubrir algo del universo aparentemente oculto: del de las plantas, del de los insectos que se entrama con el de las plantas, del de eso que se ha llamado el alma. “El verdadero y gran milagro”, escribió, “empieza donde se detiene nuestra mirada”.

Esa curiosidad derivó asimismo en una varia invención en la que siempre puede identificarse a Maeterlinck: escribió poemas, obras de teatro como El pájaro azul, el libreto de la ópera Pelléas et Mélisande con Claude Debussy, libros como La vida de las abejas, La vida de las termitas y La inteligencia de las flores, que pueden leerse de formas varias.

La inteligencia de las flores, por ejemplo, puede leerse como los recuerdos de un botánico aficionado, como una forma de filosofía, según lo creía Antonin Artaud acerca de su teatro citado por Fabienne Bradu: “Maeterlinck intentará más tarde darle un verbo, una forma en la teoría central de lo trágico cotidiano. Aquí el destino desencadena sus caprichos, el ritmo se enrarece, se vuelve espiritual; estamos en el origen mismo de la tempestad”. Puede leerse también como un libro de historias y fábulas que demuestran que la naturaleza no es perfecta; se equivoca y que “en un mundo que creemos inconsciente y desprovisto de inteligencia, nos imaginamos que la menor de nuestras ideas crea combinaciones y relaciones nuevas. Examinando las cosas desde más cerca, parece probable que nos resulte imposible crear nada. Venidos los últimos sobre el planeta, encontramos simplemente lo que siempre ha existido, y repetimos maravillados la ruta que la vida había hecho antes que nosotros”. Puede leerse como un manual de curiosidades y convertirse en un oráculo.

Los libros de Maurice Maeterlinck incitan al placer de la relectura y acaso a comprender que “la historia de esas maravillosas cadenas es la única historia de nosotros mismos, porque no somos sino un misterio, y lo que sabemos no es interesante”.

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