Aunque había sido trompetista, Conlon Nancarrow lamentaba sus desencuentros con los intérpretes. En una entrevista con Larry Rohter, publicada en octubre de 1990 en el número 36 de la inagotable revista Pauta que dirige con placer épico Mario Lavista y que se imprime con la certera complicidad de la Secretaría de Cultura, Nancarrow recordaba que cuando regresó de la Guerra Civil española a Nueva York, escribió un septeto. “Era un poquillo latoso, un poquillo difícil, pero los músicos eran todos buenos, venían de estaciones de radio o cosas así, y además hicimos tres ensayos.

“Pero cuando llegó el momento de hacerlo, dos de ellos se perdieron precisamente al comienzo, y yo me dije ‘Ay, pero qué absurdo’”.

En México, adonde emigró porque en los Estados Unidos le negaron el pasaporte en 1939 por ser lo que llamaba un “antifascista prematuro” y México era uno de los dos países en los que podía vivir sin pasaporte (el otro era Canadá, que no le “resultaba en absoluto atractivo”), corroboró que no se entendía con los intérpretes. En una ocasión, un clarinetista “se rehusó a ejecutar algo que yo había escrito porque el público iba a pensar que estaría tocando puras notas equivocadas”. Comprendió entonces que su música vertiginosa, hecha de contrapunto, “polirritmos” y “politiempos”, no estaba concebida para las limitaciones humanas. Recordó que en su casa, en la infancia, en Texarkana, Arkansas, había una pianola y se le reveló escribir pacientemente para pianola, por lo que se hizo de dos pianolas: una Marshall y una Wendell. “Quería escuchar mi música, por principio de cuentas. Nunca la había escuchado. Hay compositores que son pianistas y pueden por lo menos tocar su música en el piano, pero yo ni siquiera podía hacer eso, pues no soy pianista”.

Entre muchas otras cosas, Eugenio Toussaint era un compositor y un pianista admirable. Sin embargo, cuando Bartholomew van der Vélde, que en 2006 había venido a México a dirigir la Orquesta Sinfónica Nacional, en una comida en Bellas Artes le sugirió que tocara Bouillabaisse, “que sería padre que tocara mi propia obra”, le respondió: “No, yo no la puedo tocar, está demasiado difícil. Mi técnica pianística no da para eso, de plano. Yo la escribí para Alberto Cruzprieto, que sí es pianista de verdad, con entrenamiento clásico y demás.”

Cordial y generoso como era Eugenio Toussaint, que sabía que una de las formas más venturosas de ser cordial y generoso era el sentido del humor, compuso diversas obras dedicadas a intérpretes varios; uno de ellos es Alberto Cruzprieto. “Cuando estuve en lo de Europali, en 1993 en Bélgica”, recordaba Toussaint en el libro de Antonio Malacara Palacios Eugenio Toussaint: las tangentes, el jazz y la academia, “la primera noche que estuve ahí me fui a caminar por unas calles del centro donde hay muchos restoranes, y ahí me comí una bouilabaisse; pero materialmente me sirvieron una cubeta, una cosa impresionante, que hasta los turistas que pasaban se le quedaban viendo, así como ‘¡¿qué se está comiendo este cuate?!

“El caso es que tuve ese recuerdo de la sopa de mariscos y... había muerto Miles Davis, si no me equivoco, en el ‘91, y entonces dije: Le voy a escribir un concierto a mi cuate Alberto Cruzprieto, con todo lo que yo como pianista no puedo tocar, una cosa muchísimo más compleja, dejando salir la parte jazzística, y la voy a llamar Bouillabaisse en honor a Miles Davis, porque Miles decía que la bouillabaisse que él hacía era la mejor del mundo”.

Una de las últimas grabaciones de Eugenio Toussaint, acaso la última, fue Oinos, vino en griego, disco en el que conformó un trío con Eddie Gómez y Gabriel Puentes para interpretar la música que había compuesto para beber vino. Ricardo Miranda ha escrito que la elección de las obras de diversos músicos que ha hecho Alberto Cruzprieto para interpretarlas en Bleu, el disco producido por Eugenio Toussaint que acaba de reeditar Quindecim Recordings, puede equipararse a la de un menú. “Bien saben sus amigos de las bondades del pianista frente a la estufa y de cómo las virtudes del artista pasan inalteradas del teclado a la mesa de su casa. También quienes del Alberto gourmand conocen su inclinación para las recetas musicales —por su Pescado a la Ravel— y de mezclas sorprendentes. ‘Escuche, deléitese, pruebe esta nueva receta que se ha cocinado con los más diversos ingredientes...’ bien pudiera ser éste el leitmotiv del chef-pianista quien como todo buen cocinero sabe que la diversidad no equivale a lo arbitrario”.

Alberto Cruzprieto no pertenece a esos músicos que, según Proust, afirman que no gustan “en la música más que un placer técnico”. Quizá por eso, Eugenio Toussaint también le dedicó el Estudio Bop número dos, en el que, confesaba, trató “de sintetizar la parte clásica que hay en Alberto con algunas cosas del ragtime en el estilo de Monk, con sus melodías angulosas y sus toques de minimalismo discreto”.

Un pianista puede revelar formas de entender una obra. Alberto Cruzprieto nos ha deparado una forma personal de interpretar los Nocturnos de Chopin. Un intérprete puede asimismo descubrirnos compositores desconocidos o composiciones que le son íntimas. Sospecho que, sin mayores pretensiones, en Bleu, Cruzprieto nos comparte algunas de las obras que más quiere, que no prescinden, por supuesto, de Ravel, de Debussy, de Manuel M. Ponce, de Poulenc, de Ricardo Castro, de Chausson, de Luis Jordá.

Al sacar el disco de su estuche se descubre que está dedicado a Eugenio Toussaint.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses