Hay diversas formas de regresar de la muerte. Una, que no trataremos aquí, contiene la estrategia del Conde de Montecristo y la participación de tres personas debidamente motivadas que no se conocen entre sí y operan luego del deceso de quien las contrata (bajo cierta coerción): un truco muy elaborado pero que nadie aplaudirá aunque cumpla su cometido.

La otra forma es quizá la más difícil: realizar un escape del mundo de la nada, regresar a esta tierra que nos contiene, aparecer en librerías en forma de novela, desaparecer sin que nadie te haya visto pero —ahí está el detalle—, dejar huella física, constante de formas impresa y electrónica, que 10 años después de que todos se despidieron de ti, de verdad eras tan pero tan bueno en lo tuyo, que resucitas justo lo necesario para propinarles un repasón bien dado a todos los escritores que bebieron de ti sin reconocerlo, superar sus obras escritas —en la sobrevida de ellos, se entiende— a lo largo de esa década de ausencia y brindarle a tus lectores —ellos sí, fieles amigos—, una última alegría cuando ya nadie podría esperarla.

Eso ha hecho Michael Crichton, médico de primera profesión —médico de verdad, con estudios y libros sobre el periodo formativo—, escritor y cineasta. Es muy posible que recuerde usted los libros y las cintas basadas en ellos de títulos El parque jurásico y Un mundo perdido: extraordinarios los volúmenes, excelentes adaptaciones las películas aunque con la necesaria salvedad de que la construcción progresiva de los personajes, el sello de Crichton, y gran parte de los detalles que le dieron fama y fortuna —la indagatoria científica de la cual brindaba numerosos ejemplos en la bibliografía de casi todas sus novelas a fin de mover al diálogo y enriquecer la discusión— desde luego apenas se esbozan en la pantalla en el mejor de los casos o, en el peor, se pierden.

Crichton falleció hace 10 años, luego de una notable cantidad de obra publicada, conocida, reconocida y que seguirá leyéndose con fruición y deleite a lo largo de muchas décadas y quizá siglos. Tiene usted el derecho de poner en tela de juicio lo que afirma aquí el escribidor, pero un sólo ejemplo demuestra sin lugar a dudas cómo el talento y la creatividad del escritor estadounidense se había mantenido en perfecto estado de salud algunos años después de su fallecimiento: la casi inconcebible, en su perfección, serie actual Westworld no es más que el desarrollo fragmentado de la película del mismo nombre que en 1973 escribió y dirigió el propio Crichton. Así de fácil.

Eso nos habla directamente de la vigencia del autor y su sistema narrativo —calificado, sí, de tecno–thriller, a falta de un término mejor y que no engloba ni de lejos todo lo que el autor representa—. El regreso de la muerte que el mago Crichton había preparado consistió en tres partes: las dos primeras con la edición póstuma de Latitudes piratas, más bien breve, y de Micro, que no logró terminar en vida —ni en muerte, claro—, y la tercera, como gran número final, ahora en castellano a sólo meses de su publicación en inglés: la gran novela Dientes de dragón. Desde luego la dificultad de darle una vuelta de tuerca a uno de sus temas favoritos, además del detalle de publicar desde la tumba, consistía en abandonar la literatura de anticipación de sus dos obras en torno al asunto, y adentrarse en una guerra intelectual muy famosa en su momento protagonizada por dos científicos que la historia tiene muy bien registrados, Othniel Charles Marsh y Edward Drinker Cope, paleontólogos, que en el último tercio del siglo XIX echaron mano de todos los métodos a sus alcance, deportivos y antideportivos, para determinar quién era el mejor, el que más hallazgos de fósiles de distintas variantes de los dinosaurios lograría. Las peripecias y las guarradas de ambos, documentadas en muchas más fuentes de las casi 40 que ofrece el autor al final del volumen, merecían una novela a su altura. Sin ese par de titanes de la ciencia, y pese a las fregaderas que uno a otro se marcaron, la paleontología de hoy no sería lo que es. Y sólo un científico como nuestro escritor podía narrar bien todo aquello, de una vez por todas.

La actriz Sherri Crichton, con quien el escritor estuvo casado luego de algunos desencuentros matrimoniales, es quien logró para el lector el difícil acto de la resurrección de su esposo, junto con él. Escribe la señora Sherri en un apartado al cierre del libro: “Hacer honor al legado de Michael ha sido mi objetivo desde su fallecimiento (…) Tras leer el manuscrito —en sus archivos— sólo pude describir Dientes de dragón como ‘puro Crichton’. Contiene la voz de Michael y su amor por la historia, la investigación y la ciencia, todo ello entretejido en forma dinámica en un relato épico (…) Publicar Dientes de dragón ha sido un trabajo de amor”.

A lo largo de las 320 páginas que implica Dientes de dragón, verá el querido lector que resucitar luego de 10 años en la tumba no es nada sencillo, pero para quienes te han querido y respetado es un abrazo a la distancia y un entrañable gesto de caballerosidad.

@cesarguemes

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