El personaje central —un joven escritor sin dinero— se pasa la novela caminando por las calles de Cristianía, lo que hoy es Oslo, Noruega. No come y por eso no le llega la inspiración. No le alcanza el dinero ni para comprar el papel en que escribir y ganarse unos centavos en el periódico local.

Knut Hamsun, noruego que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1920, en su breve obra maestra “Hambre”, retrata las perdiciones de la mente y los dolores del cuerpo a causa de no tener qué comer por días. El vagabundo, al que jamás se identifica con un nombre propio quizá porque podrían ser todos, desprende los botones de su ropa para venderlos y adquirir un pan, o termina comiendo los hilos del único abrigo que le quedaba para sortear el frío nórdico que tiene fama de ser el más canalla.

Ahí donde hay hambre no puede haber nada más: el ser humano es incapaz de realizar cualquier actividad con un mínimo de éxito. Ni ir a la escuela ni desempeñar un trabajo. El cuerpo —huesos, músculos, nervios, sangre, mente— sencillamente no da. No hay noción del tiempo ni del espacio.

Como reportero he estado en los sitios más pobres de mi país y del mundo. Literalmente. He hablado con mucha gente que vive en extrema pobreza para intentar retratar su realidad. Nunca me quedó tan claro lo que experimentan por dentro hasta que leí a Hamsun: él mismo tuvo una juventud marcada por las más brutales carencias.

El otro día leí en Facebook un comentario de un ferviente seguidor de López Obrador. Defendía emocionado que indudablemente sería un buen presidente porque “él sí sabe lo que es tener hambre”. Entiendo que el amor, que tiene también su manifestación política, conduzca a lanzar este tipo de frases difícilmente sustentables. Pero el libro noruego y el comentario mexicano me sirven como excusa para hablar de una urgencia: el combate a la desigualdad y a la pobreza, que el próximo presidente de México lleva más de una década esgrimiendo como su lema de acción.

¿Nos habremos acostumbrado los mexicanos? No hay observador extranjero que no se escandalice por cómo un país con gente tan inmensamente rica tiene tantas decenas de millones de personas en la más arrumbada de las pobrezas. Por cómo pueden convivir en una misma sociedad niveles de ingreso que superan a las más acaudaladas potencias con millones de familias que no tienen más dinero que un refugiado somalí.

A partir del resultado de las elecciones he leído muchos análisis de respetados intelectuales y periodistas foráneos que tratan de ofrecer a sus audiencias la explicación del fenómeno electoral mexicano. La corrupción es siempre el primer argumento, la inseguridad el segundo y la desigualdad el tercero. La argumentación suele hacer escala en un preocupante “es increíble que en México no haya estallado una revolución”.

López Obrador ha hecho campaña desde hace veinte años con la bandera de beneficiar primero a los pobres. Expectativas en el cielo, quizá sea la última oportunidad para que no se cumplan los peores augurios.

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