No soy un crítico de televisión ni aspiro a serlo. Para mí la televisión es un artefacto comercial donde la originalidad estética es, las más de las veces, una excepción. Se puede decir algo similar del cine, por supuesto, o incluso de la literatura. En nuestros días de capitalismo despiadado —o mejor desenfrenado, porque despiadado lo ha sido siempre—, las películas y los libros se serializan para generarles mayores ganancias a los dueños de los derechos. ¿Por qué sacarle dinero a un libro sobre un joven mago si podemos hacer siete? ¿Por qué siete películas si podemos hacer ocho? ¿Y por qué dejar la orientación sexual de los personajes como estaba, si inventándoles una nueva podemos volver a subir las ventas? Ya ni hablemos de los videojuegos y las figuras de acción. La estrategia de extender la vida de una obra de ficción que ya se creía terminada me parece inevitablemente similar a la de la televisión, y en ambos casos veo no un pensamiento estético sino uno meramente comercial. A pesar de todo esto no aspiro a que alguien abandone las series —yo mismo las veo con total desvergüenza—, pero sí a que las cuestione. En una semana en que la cartelera cinematográfica promete poco y el estreno de Colosio: Historia de un crimen todavía da de qué hablar, me parece importante abordar este producto masivo.

En el intento de la serie por narrar el asesinato de Luis Donaldo Colosio y la posterior investigación del caso, la historia real resulta inevitablemente distorsionada. Por conveniencia dramática, supongo, la novia de Mario Aburto desaparece de la narración; Miguel Montes es el único subprocurador en el caso, y algunos personajes, como José María Córdoba Montoya, son solamente mencionados. Pablo Chapa Bezanilla no existe. Entiendo la concisión dramática. Lo que no entiendo es la canonización de Luis Donaldo El Bueno. La perversidad con que es representado Ernesto Zedillo también resulta sorprendente para quien conozca su historia, no porque se haya tratado de un hombre gentil —es un político, después de todo—, sino porque, según quienes vivieron el periodo, Zedillo era una figura gris y maltratada dentro de los círculos del poder. De hecho, salvo por Colosio y todos los que están en su bando, los personajes políticos son sugeridos como exclusivamente perversos, malévolos. Me parece una decisión simplona y acaso irresponsable porque fortalece el mito del héroe que no fue, interrumpido por los villanos de siempre. Es una narrativa que ignora la maquinaria política del México de los 90 y que la simplifica para una enorme audiencia que, en muchos casos, desarrollará su perspectiva del caso Colosio a partir de la información que da la serie.

Si Colosio: Historia de un crimen fuera abiertamente fantasiosa e inverosímil, nos encontraríamos frente a una obra más interesante, más moderna y quizá más responsable. El novelista Don DeLillo nos dio justamente eso en su magistral Libra, que imagina la conspiración en la que se vio envuelto Lee Harvey Oswald, el —¿supuesto?— asesino de John F. Kennedy. DeLillo escribió una introducción en la que declara la incompetencia de su novela como documento histórico, y además a lo largo de ella descubrimos que su intención es usar los posibles sucesos reales para examinar el peso de la Historia en la vida de un individuo manipulable. En contraste, Colosio intenta reconstruir el caso de manera torpe: no cuenta con la ambición desmedida como para minuciosamente recrear la realidad ni busca un tema interesante o una técnica posmoderna. Al igual que Luis Miguel, también de Netflix, Colosio nos cuenta superficialmente la historia de un hombre bueno —y eso que el cantante sale algo magullado— y de unos años 90 que regresan para ser rememorados con simplismo: o eran los buenos años del Sol o los funestos tiempos del salinato.

Ojalá los errores de Colosio fueran estrictamente intelectuales, por llamarles de algún modo. A nivel técnico decepciona ver sangre digital y brillosa explotando de los cuerpos, mientras que el diálogo entiesa el español de los personajes, que parece escrito por un traductor automático. Si a David Simon le importó poco que los espectadores ingleses necesitaran subtítulos para entender el habla de los personajes afroestadounidenses en The Wire, Colosio hace un enorme esfuerzo por que los personajes suenen como elocuentes egresados de filología. No sólo se nota que los actores están actuando sino, además, que se dedican a la actuación: Federico Benítez es mucho más atractivo en Colosio que en la realidad, y todo se debe a la lógica consumista que guía a la televisión. Exclamar: “¡Pues claro, es tele!”, no es una justificación.

A 20 años del estreno de Los Soprano, una serie que desafiaba más a menudo de lo que complacía, y cuyos personajes parecían y sonaban como gente real —aunque especialistas en la Cosa Nostra disputan su verosimilitud—, resulta cuestionable, al menos, que una serie sobre un tema tan delicado como el asesinato de Colosio se aproveche de la curiosidad de los espectadores para venderles una imagen engañosamente clara de la historia y de la política mexicanas. Uno podría decir que se aprende más de política mexicana en Game of Thrones, pero también estaría uno exagerando porque, salvo en excepciones, el gran fin de la televisión es divertir.

Twitter:@diazdelavega1

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