Vista desde Reforma, la casa era insignificante. Contrastaba con las mansiones vecinas por su aspecto lúgubre. Las cortinas permanecían cerradas las 24 horas del día. La pintura de la fachada se había deslavado. Nadie podía imaginar que dentro se encontraba la colección más completa y numerosa de arte mexicano, desde el Virreinato hasta el siglo XX. O que tenía 28 habitaciones con más de 25 mil piezas que documentan artísticamente la historia de México y su formación cultural; desde un arcón español de 1490 hasta una serie de Rembrandts y Dureros, Cabreras y Riveras y Orozcos y otra de Talavera de Puebla; desde la Crónica de Gutenberg hasta el más rico acopio, en América Latina, de ejemplares incunables de Don Quijote de la Mancha.

Era la casa de Franz Mayer, un hombre que durante 52 años dedicó su fortuna a la adquisición de antigüedades. Llegó a México en 1905, procedente de Alemania, donde nació en 1882. Se naturalizó mexicano y se dedicó a las finanzas, controló la Bolsa de Valores por más de tres lustros y cuando tenía entre 35 y 40 años empezó a coleccionar obras de arte. Todo comenzó con un mantón de Manila que compró para regalárselo a su esposa María de la Macorra. Enviudó joven y no tuvo hijos, pero sí planeó cuidadosamente el legado de su acervo. Cuentan que en los últimos años de su vida la sordera lo condujo a un asilamiento durante el cual catalogó todo su tesoro, constituyó un fideicomiso en el Banco de México y cuando murió en 1975 había dejado todo listo para el museo que donaría a este país.

Una mañana de febrero de 1983 conocí la casa. Y también a María Luisa, La China Mendoza, con quien recorrí, alucinada, cada rincón junto con un pequeño grupo guiado por la historiadora Virginia Aspe, antes de que la colección se mudara al antiguo Hospital de la Mujer, en el Centro de la Ciudad de México, tres años después.

En la entrada había que dejar el bolso, identificarse y firmar. Una vez dentro, el silencio y el frío calaban hasta los huesos aún antes de iniciar un viaje por el tiempo a través de la escultura, la artesanía, la cerámica, los muebles, secreteres y baúles, piezas flamencas y alemanas, estofados del siglo XVIII, obras maestras de platería; joyas producidas por manos indígenas y españolas, representaciones mitológicas europeas del siglo XVII, arte religioso de cuatro siglos… y miles de piezas de arte aplicado adquiridas por un magnate que durante cinco décadas visitó a un anticuario todos los días.

Muy pronto, La China comenzó a emocionarse: “¡Dios mío!”, exclamaba cada vez que ingresábamos a un cuarto. La oscuridad y la humedad iban de la mano en el trayecto y la guía iba encendiendo luces para mostrarnos mapas antiguos, vajillas de porcelana, relojes, efigies de santos… “¡Qué prodigio!” Había laberintos y puertas escondidas debajo de las alfombras que conducían a más espacios. La autora de Las cosas simulaba un desmayo con las manos en el pecho, temblaba, era la viva expresión del asombro y el amor a los objetos. “Porque las cosas son mi mundo, me rodean, me poseen, me son y les soy”, le dijo un día a Elena Poniatowska. Y se topó con el sueño de Franz Mayer: demostrar a través de los objetos que México tiene una historia ilustre con la mezcla de razas y culturas. La indígena mesoamericana y la que llegó con España, la grecolatina y la cristiana; la del islam y la árabe, la del lejano Oriente… para terminar con obras mexicanas de los siglos XIX y XX. El arte ocupó cada centímetro de la mansión y más. Porque al ir ampliando su casa a niveles subterráneos, Mayer invadió el terreno del vecino y cuando éste reclamó, el coleccionista le compró su jardín.

En esa visita, La China se ganó mi corazón. Lástima que no se lo dije. Por eso, hoy sí quiero decirle a Héctor Rivero Borrell, quien acaba de dejar el Museo Franz Mayer luego de 25 años de dirigirlo, que hizo un gran trabajo, a la altura de las expectativas de aquel generoso y excéntrico coleccionista.

adriana.neneka@gmail.com

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