Hace mucho que no cerraba un libro con el asombro desbordado. Antes de leerlo, la historia ya me parecía extraordinaria: Concha León Portilla, comunicóloga, conductora de un programa de radio sobre la vida a partir de los 50 y también videoasta, abre el taller “La aventura de escribir” en Jalalpa el Grande. Enclavado en una zona marginada al poniente de la ciudad de México, el sitio colinda con Santa Fe y su gélida ostentación. Mujeres de la colonia, la mayoría en la tercera edad, descubren el poder de las palabras y aprenden a contar historias. Cinco años después de reunirse cada semana, editan Madera de escritoras, una antología con sus mejores textos. Las 17 se lanzan en autobús a Guadalajara, presentan su obra en la “FIL Abuelos” y festejan con un tequila haber llegado hasta ahí y conocer a grandes autores.

Pero la aventura sigue. El martes pasado acudí a la presentación del libro en el Centro Comunitario Santa Fe, donde se realiza el taller. Escucharlas es un lujo. “Escribiendo, he aprendido a ser feliz con mi pasado”, dice una. Y su vecina agrega: “Dejé la pluma por la cuchara y el cuaderno por la cacerola, la goma por la plancha, el libro por el lavadero, mi tiempo por la casa, pero ahora…”. Otra: “Mi esposo me llama a las 2 de la mañana a la cama y le digo no des lata que estoy escribiendo”. Una más: “Tengo una tormenta de sentimientos, esta aventura me cambió la vida”. Y siguen: “Con trabajos terminé la primaria, tengo 81 años, ahora soy autora de un libro”. Se descubren libres: “Hoy que no tengo a nadie que atender, ni hijos ni nietos y mucho menos a un marido, me voy a dedicar a mí”. “Escribir es la oportunidad de poder gritar lo que me enseñaron a callar… Escribir es el arte de saber vivir”, se lee por ahí.

La edición es impecable y contiene historias reales e imaginadas, pero todas rodean sus vidas y por eso resultan tan auténticas. La tragedia de la pérdida, la violencia intrafamiliar, la violación y el abuso sexual, el embarazo juvenil, el amor a los hijos y el desamor en el abandono, la enfermedad, el apego a la vida o la conciencia de la muerte comparten páginas, como en la vida, con el gozo de respirar, las alegrías cotidianas y el humor como salvavidas. La escritura, dice León Portilla, “como un clavado al interior de ti mismo”.

“El dolor no es inaguantable, lo inaguantable es tener el cuerpo aquí y la mente en el pasado”, escribe Ángela. “¿Qué harás si la luna ya no sale,/ si el sol no te quiere cobijar/ y las estrellas se ríen de ti?”, apunta Flor en un poema. “Qué pequeñas son mis manos en relación a todo lo que la vida ha querido darme”, escribe María A. “La vida sigue y tú vas entendiendo la ley de la insignificancia humana”, advierte Dora, para quien escribir “es nacer, morir, poder matar sin remordimiento y sin ir a la cárcel. Es dar a luz cada día en cada nuevo escrito, letras que forman palabras, palabras que forman frases, frases que van hilando la historia de alguien (…)”.

Asegura Concha que a sus alumnas ya nada las detiene. Hacen la tarea de madrugada, sobre las piernas en el transporte público, antes de entrar a clases… pero no fallan. El taller ha transformado su vida y algunas dinámicas familiares: hijos que les revisan la ortografía, nietos que transcriben sus textos, maridos sorprendidos que se dejaron ver, orgullosos, en la presentación. Y ahí, en un salón repleto de parientes y amigos de la colonia, se anunció que varias alumnas ya se capacitan como talleristas. Para multiplicar la aventura de escribir.

Y es que, como escribe Paul Auster: “Todos ardemos en las llamas de nuestra propia existencia. Necesitamos palabras para expresar lo que hay dentro de nosotros”.

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