Ante el escándalo, uno sólo puede voltear hacia lo que hace gritar a todos. La película surcoreana Tren a Busan (Train to Busan, 2016) —me rehuso a llamarla Estación zombie— se me ha aparecido a últimas fechas en Facebook y en Twitter como Buñuel —ateo, gracias a Dios— habría querido que se le apareciera la virgen María. No era inevitable que escribiera de ella pero no lo pude evitar. No busco ganarme enemigos pero tal vez lo logre: donde, según he notado, algunos encuentran una obra maestra, yo veo una película de zombis cuyo nivel de melodrama asciende a niveles que finalmente rompen todos los medidores. Esto no la hace una mala película —no lo es— pero sí una película mediana que, de haberse enfocado más en sus temas que en la conmoción más explícita, más gratuita, probablemente hubiera sido una de esas cintas de horror que tienen algo más que ofrecer que un susto: una visión del mundo que las produjo.

La trama sigue a Seok Woo (Gong Yoo), un gestor de fondos que, a punto de ser un pésimo padre, decide cumplirle una promesa a su pequeña hija: llevarla en tren a Busan para que esté con su madre. El conflicto en la historia asume la forma de una epidemia zombi provocada por su compañía. El trabajo, la clase social y la responsabilidad —aunque indirecta— de Seok Woo le añaden a Tren a Busan una capa de significado inusual, aunque no inédita, para una película de horror: la crítica social. En el tren hay un hombre peor que Seok Woo, Yong-Suk (Kim Eui-sung), que pertenece a una clase y un rango todavía mayores a los del protagonista y es presentado inmediatamente por el director Yeon Sang-ho como el villano. Casi al principio del viaje en el tren,  Yong-Suk le dice a la pequeña Soo-an (Kim Soo-an ) que si no estudia acabará como un vagabundo que se encuentran en uno de los baños. La nena le contesta que, de acuerdo con su mamá, sólo la gente mala dice eso. En vez de permitirnos notar la vileza del personaje por nuestra cuenta, Yeon le dice qué pensar a la audiencia mediante la acusación de la niña. En otra escena, cuando los noticiarios confunden la epidemia con un disturbio, una mujer le dice a su hermana que en los viejos tiempos les habrían dado una lección a los manifestantes. La ideología de la cinta queda al fin clara: los viejos conservadores y los ricos son malos, y valoran su existencia por encima de los demás. Estamos ante una película que acarrea la sensibilidad del mundo posterior a la crisis de 2008, aunque en vez de indagarla se limita a juzgarla.

La figura más heroica de la película, Sang Hwa (Ma Dong-seok), ofrece la alternativa al imperio de los mezquinos: se trata de un valiente y cariñoso padre de familia que, al contrario de los ricos, incluido el protagonista Seok Woo, prefiere el sacrificio en favor de su familia y de los débiles, que una supervivencia solitaria en la cima de una escalera de cadáveres. El hombre común, nos dice Yeon, es bueno. Cuando los zombis infectan el tren a Busan, Seok Woo y Yong-Suk reaccionan como es de esperarse de un gestor de fondos y el presidente de una compañía en un melodrama sin medias tintas: procuran sobrevivir mediante una total ausencia de empatía por los demás. Sang Hwa, por el contrario, se enfrenta a los zombis a puño desnudo y protege a su esposa embarazada cual guardián de la nueva generación. La paternidad, según nos muestra la película, es la cualidad más noble del hombre; el sacrificio, el valor más grande. Insisto: el de Yeon es un moralismo heroico y por tanto simplista.

No es la primera vez en los últimos años que un director surcoreano explora las diferencias de clases en un tren: Snowpiercer (2013) —traducida como El expreso del miedo, otro nombre que me rehuso a utilizar—, del brillante Bong Joon-ho, tenía la misma premisa, pero mientras Tren a Busan simplifica sus temas, El expreso del miedo nos muestra la complejidad de las aventuras revolucionarias y la desilusión que las acompaña inevitablemente. Al optar por el final feliz, Bong le quita peso a su película pero ésta no deja de ser una experiencia visionaria gracias al diseño de producción, los vestuarios y las excéntricas actuaciones. Tren a Busan, por el contrario, no tiene mucho que ofrecer estéticamente. Aunque su fotografía es más elegante de lo que se estila en el cine de horror, realmente no hay imágenes que hablen por sí solas. Al contrario, los significados de la película se ubican en el guión y en los actores, que a momentos rompen la impresión de realidad con sus interpretaciones exageradas. Quizá lo fascinante en términos cinematográficos se encuentre más bien en las imágenes de los zombis apilándose. A diferencia de Guerra mundial Z (World War Z, 2013), donde los muertos vivientes se amontonan en colmenas improbables, claramente hechas con efectos digitales, en Tren a Busan, Yeon hace un esfuerzo para depender más de sus extras que de animaciones en una computadora. Es impresionante ver, por ejemplo, a una masa de cuerpos reales rompiendo una puerta de cristal con su peso o aferrándose como hormigas a una locomotora en movimiento. Estas imágenes de riesgo devuelven al cine la emoción que le dieron alguna vez las peligrosas hazañas de Harold Lloyd y Buster Keaton.

Pero volvamos a lo melodramático, que aísla los éxitos de Tren a Busan. Más allá de su forma de percibir el mundo, esta intensidad daña a la película debido al sentimentalismo con que culmina. La imagen ideal de la paternidad en un entorno blanco y en cámara lenta es suficiente para desesperar a los enemigos de la telenovela. La última escena es un robo de lágrimas al espectador que puede funcionar o no, dependiendo de su cinismo. El sentimentalismo es tal que Yeon permanece incapaz de decir algo fundamental sobre la actitud humana hacia la supervivencia. Su sensibilidad se orienta más a la manipulación y demuele muchas de las ambiciones intelectuales de la película. Esto no quiere decir que Tren a Busan sea un desastre. Al contrario, es una película ambiciosa de cualidades únicas en muchos aspectos, pero se queda corta ante sus propias metas, como un despreciable hombre de negocios desesperado por vivir.

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