El gran error de los hermanos Coen ha sido permanecer atados a Hollywood. Es cierto que sus películas demuestran la posibilidad de crear un cine original en un orden parecido más a una fábrica en el sudeste asiático que al ático de un poeta, sin embargo, esas mismas circunstancias condenan a sus obras a ser malentendidas y a veces despreciadas pero sobre todo mal vendidas. Quizá la dividida reacción de la crítica y —sobre todo— del público sería menor si no esperáramos de ¡Salve, César! (Hail, Caesar!, 2016) el entretenimiento ligero que nos vende el tráiler. En él se distorsionan varias escenas para dar la impresión de que la trama se centra en la desaparición de una estrella interpretada por George Clooney pero la película cuenta una historia muy distinta. No sólo eso: lo que parece un homenaje a la historia de Hollywood en los 50 es en realidad una sátira. Lógicamente es difícil para la audiencia saber cómo reaccionar ante una cinta que procura ser elusiva y que además es anunciada como lo contrario a lo que es.

Entonces, ¿qué es realmente ¡Salve, César!? Para empezar es el retrato de un día en la vida de un fixer en un estudio de Hollywood. Como lo implica el nombre, un fixer era una persona dedicada a arreglar —fix— problemas. La rutina del protagonista (Josh Brolin) incluye someter a estrellas y directores, esconder sus escándalos y asegurarse de que las películas tengan una audiencia. Es difícil saber si existen aún figuras como ellos: al crecer la industria también han cambiado los puestos y lo que antes podía hacer una persona ahora lo hacen decenas, pero el trabajo del fixer fue incuestionablemente real. De hecho, el protagonista se llama Eddie Mannix, como el infame Eddie Mannix que trabajó para MGM y que realizó algunas de las mismas operaciones que vemos en ¡Salve, César! Entonces descubrimos que ante nosotros se proyecta una película que se apoya en el humor para describir a figuras reales y configurar así una breve y perversa historia de la comunidad hollywoodense, tan sórdida en la pantalla como fuera de ella.

Por mencionar algunas referencias a la realidad, podemos comenzar con la película dentro de ¡Salve, César!, titulada igual, que deriva claramente de cintas como Quo vadis? (1951), de Mervyn LeRoy, y Ben-Hur (1959), de William Wyler. Su estrella, Baird Whitlock (Clooney), tiene un secreto similar al de Robert Taylor, de Quo Vadis?, mientras que la actriz DeeAnna Moran (Scarlett Johansson) evoca a la sirena Esther Williams, legendaria por sus coreografías acuáticas que casi la matan. La solución de Mannix para el embarazo inmoral de DeeAnna es similar a la que encontró el verdadero Mannix para un predicamento idéntico de Loretta Young. El afeminado actor de musicales Burt Gurney (Channing Tatum) parece estar vagamente inspirado por las cintas de marinería de Gene Kelly pero nada más. Ahondar en las tramas de cada personaje implicaría dañar la experiencia de la película pero las referencias deben bastar a los curiosos para indagar en las similitudes después de verla o para echar a perder la sorpresa de antemano. Ya cada quien.

Pero la verdadera esencia de ¡Salve, César! no termina aquí. En realidad apenas comienza. Ya es obvio que la cinta es un ataque a Hollywood pero los Coen tienen objetivos mucho más ambiciosos que ofender a sus empleadores, si es que la ignorancia de su propia historia les permite identificarse. La primera imagen que vemos en ¡Salve, César! es una cruz, que también resulta esencial en la película dentro de la película. Esto nos sugiere que el tema del filme está ligado al cristianismo. Después de esa imagen vemos a Mannix confesando sus pecados. Al no saber quién es y qué clase de inhumanidades conforman su rutina, mentir porque recayó en la adicción al cigarro nos parece tan ridículo como al sacerdote que, exasperado, escucha la primera confesión de Mannix en 24 horas. Cuando esta escena se repite ya cerca del final del metraje nuestra percepción es distinta: ya sabemos lo que hace Mannix; su incapacidad para reconocer la crueldad de su trabajo es tan ridícula como antes pero ahora la acompaña cierto horror. En otra escena el fixer asevera: “El estudio ha sido bueno con nosotros”. Mannix es la mejor pieza del corrupto vencedor en un complicado juego de influencias.

Este jugador es el Capital. La fe de Mannix y, peor, su moral, se subordinan a la voluntad del estudio, representante de la cultura capitalista, que también logra subordinar a Cristo y la fe que enarbola. En la ¡Salve, César! que estelariza Baird Whitlock un general romano se arrodilla ante el Hijo de Dios pero el estudio espera que la película, como muchas otras, sea “el punto de referencia de la historia” de Cristo. Los Coen están describiendo nuestro mundo, donde la Biblia pesa menos que las adaptaciones de Hollywood. La incapacidad de Mannix de comprender el concepto de la Trinidad refleja la melancolía shakesperiana de los Coen, camuflada por su rabioso sentido del humor: la Historia es una película narrada por muchos idiotas. Pero los capitalistas y su mastín no son los únicos imbéciles en el camino de la Historia. Whitlock es secuestrado por un grupo de comunistas que pretenden adoctrinarlo y explicarle que lo que hacen él y Hollywood no es arte sino distracciones superficiales para controlar a la clase trabajadora.

Los largos e incómodos silencios entre el actor y sus captores comunican la distancia entre un grupo de intelectuales resentidos e ingenuos y un bruto carismático y superficial que es incapaz de absorber las ideas de Marx. Todos en el microcosmos de ¡Salve, César! demuestran la insignificancia de sus creencias ante el irresoluble misterio de la realidad. Cristianos, comunistas y capitalistas intentan reemplazarse entre sí sin sentido alguno. A lo sumo, el Capital logra imponerse pero carece del razonamiento y el misterio de los sistemas que lo preceden. Los Coen lo ridiculizan al mostrar la falsedad de sus entretenimientos, que incluyen una risible ballena mecánica y un bobo número musical sobre la homosexualidad en la marina. El cristianismo perdió fuerza con la muerte de Dios que proclamó Nietzsche y el comunismo fue la gran desilusión del siglo pasado, pero Hollywood es, para los Coen, el indigno sucesor de aquellos sistemas y el centro de una parálisis mundial.

Al final de ¡Salve, César! la voz en off de Michael Gambon nos dice que “la historia de Eddie Mannix nunca terminará, pues la suya es una historia contada en luz eterna”. Antes, en la ¡Salve, César! que protagoniza Whitlock escuchamos un discurso conmovedor sobre la verdad que trae Cristo, contada “no en palabras, sino en luz”. El soliloquio de Gambon y una palabra que olvida Whitlock expresan la ironía fundamental de nuestro tiempo: la luz del cine ha reemplazado la luz divina. El despreciable Mannix es el mesías de la religión capitalista y todos estamos condenados a obedecerlo. ¡Salve, César!, debo insistir, es más que un rato de embotamiento y diversión: es la historia de la fe en el siglo XX y una representación del testamento en el que se fundan las desilusiones del XXI.

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