La migración indocumentada que anualmente cruza por México hacia Estados Unidos (450 mil personas de las cuales la mayoría centroamericanas) no es nueva. Lo novedoso son los contingentes masivos: el 12 de octubre salió la primera “caravana” desde San Pedro Sula (la ciudad hondureña más violenta del mundo) y ya son cuatro con más de 10 mil, principalmente hondureños, salvadoreños y guatemaltecos. Explicablemente viajan juntos para protegerse de los peligros de un trayecto de alrededor de 2 mil kilómetros. Pero como lo no muy explicable es el momento para hacerlo, se sospecha de una intención deliberada para que “invadan” EU y justifiquen las racistas políticas antinmigrante de Trump, obteniendo así más votos los republicanos xenófobos en las cruciales elecciones legislativas de noviembre.

Independientemente de que la tragedia de esos migrantes económicos y refugiados que huyen de la miseria o de la violencia, sea cínicamente manipulada en beneficio de alguien, debemos preguntarnos quién es responsable de semejante crisis humanitaria, derivada de un desplazamiento forzado que raya en genocidio. De acuerdo con la CEPAL, Honduras (con 69% de su población en pobreza), Nicaragua (con 61%), Guatemala (con 53%) y El Salvador (con 40%) son cuatro de los cincos países más pobres del continente, y están entre los 15 más pobres del planeta. Como su ingreso per cápita solo es de 2 mil 800, 3 mil 300, 4 mil 300 y 4 mil 500 dólares respectivamente (EU: 57 mil y México: 20 mil), 15% de la población padece hambre (FAO) y tienen uno de los índices más bajos de desarrollo humano. Esa miseria, la delincuencia derivada de ella vinculada al narcotráfico y pandillas, contrastan con la realidad de que 12 centroamericanos figuran en la lista de millonarios de Forbes; que mil 75 detentan 72% del PIB regional; que en El Salvador 160 millonarios poseen 87% del PIB; que en Honduras 40% del PIB es acaparado por pocas familias entre las que sobresalen cinco (una de ellas me ofreció en 10 millones de dólares su descomunal residencia para que fuera embajada de México); que en Nicaragua mandan 12 familias entre las que destaca la Ortega-Murillo encabezada por el revolucionario convertido en dictador; y en Guatemala 260 ricos acaparan 56% del PIB, estando el gobierno supeditado a las familias representadas en el Cacif (Comité de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras).

Esas oligarquías monopólicas y oligopólicas que dominan la economía, al gobierno, las Fuerzas Armadas y de seguridad, y los medios de comunicación, impiden cualquier mejora en los pésimos niveles de vida de la población. Con conocimiento de causa, el ex guerrillero salvadoreño, Joaquín Villalobos, señala que el istmo está en manos de “grupos primitivos, poco ilustrados, socialmente insensibles, políticamente irresponsables, con propósitos extractivos sin visión estratégica”. De remate, como Trump está cerrando la tradicional válvula de escape que era migrar a EU, se ha creado una bomba de tiempo que comienza a estallar, que nos recuerda la guerra del futbol entre Honduras y Salvador en 1969, y la crisis generalizada de los años 80 del siglo pasado.

En virtud de que EU y México han sido demasiado tolerantes frente a la irresponsabilidad de esas élites incapaces de proveer a sus pueblos lo más básico, el problema centroamericano se ha transformado en uno de tipo bilateral (como en los años 80), y estamos padeciendo la furia trumpiana. La solución de fondo es impulsar la democracia y el desarrollo en Centroamérica: ambos países deben cooperar para ello, pero la principal responsabilidad de cambio debe recaer en los anacrónicos oligarcas regionales.

Internacionalista, embajador de carrera y académico

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