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Uno de los grandes retos del próximo gobierno es mejorar el nivel de vida de la mayoría. Reducir la pobreza es indispensable. No bastarán actos simbólicos. Se requieren cambios de fondo de las políticas que no son efectivas y sobre todo de aquellas que generan pobreza. La pobreza laboral se puede minimizar.
La pretensión de Meade al llegar a Sedesol fue modificar las respuestas a la encuesta del Inegi usada por Coneval para medir la pobreza. La Sedesol entregó millones de “cartillas” para subir el ingreso reportado en las encuestas. Con campañas como “sano, suficiente y variado” se intentó reducir la carencia alimentaria de manera artificial. Incluso se cambió el operativo del Inegi, lo que derivó en que los datos no fueran comparables y Coneval cancelara la medición de 2015.
Si el nuevo gobierno asume que “para el bien de todos, primero los pobres” requiere acciones serias. Y por cierto, también mantener la credibilidad y autonomía del Coneval.
Para enfrentar la pobreza hay que comprender las dos variables mayores en la medición oficial: los bajos ingresos y la falta de seguridad social. Los datos muestran que la mitad de la población carece de ingreso suficiente para adquirir lo más básico para sobrevivir. Y casi 6 de cada 10 personas carecen de afiliación a la seguridad social.
Esas dos variables reflejan la problemática de fondo. Muestran dos realidades distintas: la pobreza laboral y la pobreza crónica.
La pobreza crónica tiene arraigo territorial secular. Son hogares con ingreso muy bajo e inestable que también padecen carencias graves como desnutrición infantil y abandono escolar. Esta combinación propicia la reproducción de la pobreza y su herencia. Trataré de explicarla en mi próxima colaboración en este espacio. Ahora abordo solo la primera.
Los datos de Coneval muestran que durante este sexenio, de inicios de 2013 a inicio de 2018, alrededor del 40% de la población ocupada tuvo un ingreso laboral inferior al costo de la canasta alimentaria. Cuatro de cada 10 trabajan para ganar el ingreso de la pobreza extrema. Lo cual es absurdo e inaceptable.
Se dice que la causa es la informalidad. Esto es cierto sólo en parte. En la población económicamente activa (PEA) se incluye a 11.7 millones que trabajan por su cuenta. Son poco más de la cuarta parte de la PEA (27%). Más de la mitad ganan menos de 5,300 al mes (56%). Y ciertamente 99% carecen de afiliación a la seguridad social. Por ser “independientes” sus ingresos y su informalidad laboral no dependen de un patrón.
Pero la situación de 36.4 millones de trabajadores asalariados, que sí dependen de un patrón, no es mucho mejor. El 46% ganan menos de $5,300 al mes (hasta dos salarios mínimos). Y el 45% carece de afiliación a la seguridad social. Esto viola la legalidad vigente.
La pobreza laboral —al menos en parte— es generada por políticas públicas y no sólo por “el mercado”. Al menos dos políticas generan pobreza laboral: 1) La contención salarial al fijar el salario mínimo por debajo del costo de la canasta básica en flagrante violación a la Constitución y 2) la permisividad de la contratación de trabajadores “informales”, sin seguridad social, en empresas formales, incluso más de 1 millón en el gobierno.
Más a fondo, también se requiere una reforma social de gran calado para construir un sistema de seguridad social, universal, que no dependa del régimen laboral.
Mientras tanto quede claro que sin un cambio sustancial en la política laboral no habrá mejora sostenible en pobreza laboral. No bastarán las transferencias o subsidios.
Los cambios deben hacerse con inteligencia y prudencia, para no generar efectos indeseados en desempleo o inflación. Pero es decisión indispensable. La pobreza laboral puede y debe ser erradicada. Quien trabaje no debe ser pobre.