Verónica Norber y Ruth Goldstein eran amigas desde niñas y durante muchos años hablaron, como cualquier pareja de amigas, sobre sus sueños y sus planes. Norber sabía que Goldstein deseaba con todo su corazón tener hijos, pero también sabía que un problema congénito en el útero se lo impedía. Hasta que un día, cuando ella ya era una mujer joven que había dejado Buenos Aires para estudiar en Nueva York, escuchó a su amiga con palabras mágicas: “¡Descubrí cómo ser mamá!”, le dijo Goldstein por teléfono. Y le contó sobre la gestación subrogada. “Así fue como empezamos a averiguar de qué se trataba el asunto, para resolver el caso de ella”, dice ahora Norber.

El hijo de Goldstein, que nació en California, ya tiene casi 13 años y una segunda hija, que vio la luz en Illinois, tiene 3. Y Goldstein y Norber son hoy las directoras de Surro Conexión, una consultora que se dedica a la gestación subrogada, con sede en Chicago, con un público especialmente latino. “No nos gusta el término ‘vientre de alquiler’”, dice Norber, “porque es un modo denigrante de llamar a una técnica que trae una satisfacción increíble a las parejas y a los individuos en la construcción de sus familias”. Para ella, Estados Unidos (donde vive desde 1998) es “el único país con garantías éticas y legales” para llevar adelante una gestación subrogada.

Las consultoras como la suya examinan los antecedentes psicológicos, sociales, laborales y económicos de las gestantes. “Checkeamos que lo hagan por la motivación correcta”, dice. “Por ejemplo, una gestante reciente lo hizo porque su hermana había muerto en el parto y ella quería ayudar a una nueva pareja a tener un hijo”. Las gestantes en Estados Unidos cobran caro. “Y está bien, porque estar embarazada puede ser un trabajo”, dice Norber. Pero si la pareja paga alrededor de 120 mil dólares por el proceso, la gestante es la que menos se lleva. En el medio hay abogados, médicos y clínicas. Y al final, un bebé.

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