La historia del “niño-bomba” conmocionó a los colombianos y exhibió la crudeza de las guerrilleras Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

El jueves 25 de marzo de 2010, en lo que fue descrito por el periódico El Tiempo, de Bogotá, como una de las historias “más atroces de la violencia”, el niño Heriberto Grueso Estupiñán, de 11 años, voló por los aires por el estallido de una bomba de gran poder destructivo. De su cuerpo sólo quedaron sus pequeñas piernas.

En una tenebrosa operación del Frente 29 de las FARC, en El Charco, un remoto y olvidado pueblo del suroccidental departamento colombiano de Nariño, un grupo de guerrilleros pagó menos de un dólar a Heriberto para que llevara un colchón a un puesto policial. El niño nunca supo que quienes le encomendaron esa tarea, una de muchas que hacía en las calles de esa localidad para ayudar económicamente a su madre luego de salir de su escuela, fueron los miembros de las FARC.

El niño se los topó cuando salió de clases. Los hombres, que estudiaron a Heriberto y sus frecuentes movimientos por el pueblo con carga variada sobre su cabeza, le dieron el dinero y el colchón. El niño no sabía que dentro de la colchoneta iba un explosivo.

Cuando el infante llegó a la unidad policial, los guerrilleros activaron el aparato. El niño murió en el acto y 9 civiles y tres policías resultaron heridos.

A los padres de Heriberto les entregaron una bolsa de plástico con lo que quedó de su hijo. Con una rama, narró El Tiempo, alguien escribió el nombre del niño en el cemento húmedo del nicho del camposanto en el que el ataúd fue colocado.

La humedad borró el nombre. Por eso, a Rosa Estupiñán, madre de Heriberto, le cuesta hallar la bóveda. “Mi hijo”, dice la mujer, “sólo tenía 11 años y no le hacía daño a nadie. No los perdono”.

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