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Parte I
Busco un ramen vivo como un pájaro, busco a tientas, por las calles del Centro busco un ramen que no se deshaga si lo toco. El ramen puede cambiar una vida, puede inflamarla de deseo, un deseo que no es hambre o antojo sino algo más. El ramen, como la música, como algunas drogas, como las carreteras, como la Palabra del Profeta, como la poesía, tal vez como el cine, tiene ese poder. El ramen es menos un alimento que una vocación y harto menos una vocación que una fe. “Siempre supe que lo que haría en mi vida debía tener que ver con ramen”, dice Keizo Shinamoto en Ramen dreams (2013) de Michael McArter. Y también: “No sé cuándo probé ramen por primera vez pero sé que vi ahí un fuego, un fuego que encendía una pasión.” El ramen está hecho de la materia con que se hacen los sueños (o sea: sal), y nuestra breve vida está envuelta en un sueño. El ramen es una cosa elusiva, reconocible, inasible, cosa japonesa, china, caldosa, sápida; es un jazz de fideo, carne, huevo, pescado, alga, soya, sopa; es cosa cambiante, shio, tonkotsu, shôyu, miso. Ramen, plato más robusto que el más robusto de los platos, estándar e improvisado, móvil, previsible pero inesperado, oxímoron. Caldo litoral. Sucesión de sonrisas, dicha, encanto, meditación, humanidad: el ramen tiene el poder de atraer palabras como ésas.
Parte II
A la salida del callejón de Dolores busco, busco sin encontrar, corredores sin fin del barrio de San Juan, busco un ramen bajo el sol de las cinco de la tarde. Súbitamente, Matsu, en la esquina de José María Marroquí e Independencia. La carta, pegada en un vidrio, anuncia Chashu Shôyu Ramen 135 pesos. Hay muchas otras cosas en la carta de Matsu. Hay sushi, hay sashimi, hay bento, hay fideos con tempura, hay gyozas, hay brochetas al carbón, hay yakimeshi, hay tazones de pescado con arroz, hay puerco empanizado: se diría que no hay cosa que no haya en la carta de Matsu. Y hay ramen de soya (shôyu) con puerco (chashu). Es así, mírenlo: una circunferencia dividida en seis partes: granos de elote en nombre de la dulzura; dos rebanadas de puerco –una finita, una rezongona–; medio huevo marinado (no término medio: cocido completamente); una zona donde se ven fideos flotando en caldo; una rebanada de pastel de pescado: blanco rodeado por un anillo rosa; algas. Luego, en el centro de esta circunferencia: brotes de soya o frijol, cebollín. El caldo es ambarino tirando a marrón pero delgado, volátil, tímido de sal y tal vez de grasa. Un chorrito de soya y otro de aceite de chile lo engordan, lo casquivanan; el caldo se ennegrece, se transforma, se abisma. El ramen de Matsu es modesto. Sabe que tiene límites –presupuestales, básicamente–, pero como todo ramen él también es elusivo, reconocible, inasible, caldoso, sápido, jazz, y tiene el poder sumergirte en reflexiones pesimistas, negras, rojas, bellísimas como piedras. De sol.
Matsu. Independencia 30, Centro. Precios. La última vez que estuve ahí pedí un shôyu ramen con chashu, una brocheta de lengua al carbón (no lo hagan), otra de pollo/momo (¡háganlo!, ¡y sopéenla en el ramen!, fuck purismos!), una chela y un agua mineral. Pagué $285 ya con el 15% de propina.