El martes murió Mohammad Morsi, un hermano musulmán que llegó a la presidencia en Egipto en 2012 como resultado de la llamada “Primavera Árabe”. Murió en la corte bajo circunstancias que han provocado suspicacias. En el juicio, no se le permitía salir de su jaula de cristal. Ya en el pasado había recibido una sentencia de muerte que posteriormente fue revocada. Él y la mayor parte del liderazgo de la Hermandad Musulmana habían sido detenidos en 2013. Esa organización fue declarada ilegal y designada como grupo terrorista. Desde entonces, miles de hermanos musulmanes han sido enjuiciados en masa y condenados a la pena máxima. Ahora bien, este martes una nota en un diario israelí llevaba esta cabeza: “Morsi simbolizó el triunfo de la revolución egipcia—y su colapso”. Ese encabezado lo refleja todo pues nos recuerda aquel encanto mediático, tan en boga en 2011 y 2012, por un fenómeno que fue calificado, casi de inmediato, como “revolución victoriosa”. Bajo esa narrativa, la “primavera” egipcia había triunfado, y solo posteriormente fue que colapsó. La historia de Morsi, sin embargo, más que la historia de una revolución exitosa, es la historia de los tres golpes de estado que fueron eficazmente presentados como el “triunfo” de esa “revolución”. La trampa era justo esa: mientras más era comprado el relato de la primavera victoriosa, tanto en Egipto como en el resto del mundo, más oxígeno recibía el régimen para poder resistir. Y vaya si resistió. Hoy, a unos años de distancia, con la muerte de Morsi como contexto, vale la pena recuperar el relato de los tres golpes militares.

El primer golpe ocurrió en febrero del 2011. Ese fue el más sutil. Millones de personas se manifestaban en las calles en ese movimiento social que posteriormente fue conocido como “Primavera Árabe”. La élite militar decide en ese punto actuar distinto que los cuerpos policíacos de Mubarak, el dictador, y opta por no reprimir a los manifestantes, sino esperar, meditar y planear. Mubarak había dejado de ser funcional a la supervivencia del régimen, a pesar de que se trataba de su comandante en jefe. Entregar su cabeza a la gente podía conseguir lo que en ese momento parecía impensable: colocar a la clase militar del lado de la “revolución” y convertirlos en “salvadores”. Mientras tanto, ello les compraría tiempo para idear cómo mantener con vida a las golpeadas, pero aún fuertes, viejas estructuras. Así, Hosni Mubarak fue depuesto por el ejército, el cual entonces se quedó a cargo del país bajo el compromiso de su futura democratización.

La junta militar prometió elecciones que luego fue postergando tanto tiempo como pudo. Era indispensable mantener viva esa percepción popular e internacional de que este ejército iba a permitir los cambios, pero también había la necesidad de preservar importantes cuotas de poder para asegurar la supervivencia del régimen. Finalmente, 10 meses después de que Mubarak dejara la silla, llegaron las primeras elecciones, las legislativas. La junta militar permitió la instalación del parlamento, pero los resultados nunca fueron de su agrado. La Hermandad Musulmana, con un 40%, había obtenido la mayoría relativa y su poder crecía velozmente. Entonces, ante el temor de que los islamistas siguieran acumulando más fuerza, y con ayuda del poder judicial—otra institución del antiguo régimen que había sobrevivido casi intacta—el ejército simplemente disolvió el parlamento en junio del 2012 argumentando la ilegalidad de las elecciones. Ese fue el segundo golpe militar.

Ese golpe, por supuesto, desató nuevas protestas masivas. Se trataba de las primeras elecciones democráticas en ese país, o lo más parecido a ello, y mediante argucias legales y la fuerza del ejército, estas elecciones eran ahora nulificadas. Los legisladores tuvieron que regresar a sus casas y esperar mejores tiempos. Lo malo para los militares es que este golpe del 2012, que muchos llamaron “light”, ponía en riesgo—ahora sí—el bello discurso de la revolución primaveral. Por eso era necesario hacer olvidar estos hechos y, rápidamente, mostrar más señales de “cambio”.

Así, unas pocas semanas después de la disolución del parlamento, hubo elecciones presidenciales en las que Morsi obtuvo la victoria. Una vez más, al ejército no agradó el resultado. Sin embargo, el no reconocer el triunfo del candidato islamista hubiese sido ya demasiado atrevido y hubiese puesto en riesgo el plan mayor. Por eso, y ante los festejos dentro y fuera de Egipto, al nuevo presidente se le permitió gobernar a cambio de que aceptara prescindir de la legislatura apenas disuelta, y de que sus acciones no tocasen los privilegios de los jueces y los militares. Morsi violó aquel pacto en más de una ocasión, además de cometer otros errores políticos. Aisló a sus opositores y pretendió asumir poderes extraordinarios. Eso es lo que le costó el poder en el tercero de los golpes militares, ya en 2013. Por esos días, millones de egipcios salían a las calles nuevamente, ahora a protestar lo que percibían como su revolución traicionada por el presidente islamista. Aprovechando esas circunstancias, la cúpula militar emitió un ultimátum para que Morsi renunciara. Era su manera de colocarse, una vez más, “del lado del pueblo”. Finalmente, Morsi fue derrocado y aprehendido. También se detuvo a los principales líderes de la Hermandad Musulmana.

Durante los días y semanas siguientes las calles egipcias se volvieron a llenar de manifestantes. Esta vez fueron cientos de miles de islamistas quienes salieron a protestar por la detención de Morsi. El ejército egipcio, comandado por esa misma cúpula que nunca se fue, reprimió brutalmente estas manifestaciones, las cuales rápidamente se tornaron violentas. Finalmente, tras miles de muertes, y miles de aprehensiones, las protestas cedieron. Así fue como el liderazgo militar, encabezado por el general Sisi, asistido por el poder judicial y por una élite política que sobrevivió a la “primavera”, orquestó los siguientes pasos: se designó a la Hermandad Musulmana como organización ilegal, se le declaró como grupo terrorista, se procedió a enjuiciar y condenar a muerte o a largas sentencias a miles de sus miembros, y se convocó a nuevas elecciones en las que por supuesto, el general Sisi competiría para la presidencia, ahora como civil. No hace falta recordar que Sisi ganó esas elecciones con más del “97%” de los votos.

Es de destacar que la mayoría de esos movimientos contaba con amplio respaldo popular, especialmente entre ciertos sectores de la sociedad que veían al poder de los islamistas como un retroceso que nunca buscaron con las manifestaciones originales del 2011. Al final del camino, esa cúpula castrense había demostrado una gran habilidad para convencerlos a todos de que su revolución había triunfado, y de que los militares estaban con ella.

Ocho años después de la “Primavera Árabe”, según organismos internacionales, Egipto tiene varios de los peores récords del mundo en materias como derechos humanos, libertad de expresión, libertades para ejercer el periodismo o independencia de poderes para garantizar contrapesos. Con ese mismo “apoyo popular” con el que se hizo del poder, Sisi ha conseguido la aprobación para abrir la posibilidad de extender su mandato hasta 2030. A quienes estudiamos temas como terrorismo y conflictividad, no nos sorprende que justo ese país se convirtió en uno de los mayores caldos de cultivo para que grupos extremistas se aprovechasen de la radicalización de muchas personas y hubiesen reclutado a miles para cometer atentados en ese y otros sitios.

Por lo tanto, va de nuevo. La muerte en la corte del expresidente hermano musulmán Morsi, a algunos parece recordar el triunfo de la revolución y su posterior colapso. A otros, en cambio, nos recuerda lo que pasa cuando un régimen se siente amenazado y diseña cuidadosamente estrategias para resistir, eligiendo de qué personas y grupos debe prescindir, cambiando, como en el Gatopardo, para que todo siga igual, y contando la historia que necesita que sea creída y repetida hasta el cansancio.

Analista internacional.
Twitter: @maurimm

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