Una masacre filmada en vivo por el perpetrador, quien posteriormente logra que ese video sea visto por millones de personas ubicadas en decenas de países lejanos y así alcanzar a transmitir en pocos instantes su mensaje político, es terrorismo en su máxima expresión.

Un ataque terrorista nunca es, tristemente, acerca de las siempre lamentables víctimas directas, en este caso, hasta el momento, 49 muertos y decenas de heridos; sino acerca de provocar terror y pánico masivo en esos miles o millones de terceros que se enteran del atentado. Las personas que pierden la vida son, en ese sentido, un instrumento que funciona como medio para generar estrés colectivo a fin de que el atacante consiga, a través de ese estado de miedo, comunicar sus convicciones, alterar actitudes, opiniones o conductas y así ejercer la presión psicológica que busca, o acercarse a lo que percibe como sus metas políticas, ideológicas o religiosas.

Nada para conseguir todo lo anterior como lograr que esos terceros, las víctimas indirectas, tengan acceso inmediato a los mismos instantes en que el acto de barbarie es cometido.

Al respecto de los dos tiroteos masivos cometidos en Nueva Zelanda contra personas musulmanas que acudían a rezar, entonces, vale la pena hacer algunos apuntes no solo sobre el tipo de terrorismo perpetrado, sino acerca de las formas y acerca de cómo la era tecnológica que vivimos está transformando radicalmente esa clase de violencia (Advierto que, hasta el momento de este escrito, las investigaciones siguen su curso y solo contamos con elementos limitados que se han compartido en medios internacionales).

Primero, recordar que el terrorismo es empleado por atacantes de muy distintas filiaciones ideológicas, religiosas, étnicas y políticas. Ciertamente, en los últimos años, el terrorismo motivado por cierta visión radical del islam ha acaparado todos los reflectores y las estadísticas. Sin embargo, el terrorismo no es otra cosa que una categoría específica de violencia que, por desgracia, resulta muy eficaz, y que, por tanto, es empelada en todos los continentes por extremistas de derecha o de izquierda, por miembros de comunidades religiosas diferentes, por grupos nacionalistas, anarquistas, ecologistas o con muy distintas ideologías.

Específicamente, a lo largo de los últimos dos años, la violencia cometida por supremacistas blancos, tanto crímenes de odio como ataques terroristas, va al alza. Hoy sabemos que, al igual que los extremistas islámicos o de cualquier otra naturaleza, los extremistas de derecha de nuestra era han pasado por un proceso de radicalización individual, en el que su acceso a Internet es fundamental. Jonathan Greenblat, el director de la Liga Anti-Difamación lo plantea en estos términos: “Las redes sociales han (…) favorecido el que los extremistas puedan mover sus mensajes desde las márgenes hacia el centro de la discusión. En el pasado, ellos no podían encontrar audiencias para su veneno.

Ahora, con un click, un post o un tuit, pueden propagar sus ideas con una velocidad que nunca antes habíamos visto”.

Justo en ese sentido, el propio terrorismo funciona como un factor contribuyente a lo que Greenblat menciona, pero en personas distintas al perpetrador.

Es decir, gracias a los tiroteos de Nueva Zelanda, ocurre precisamente lo que el o los atacantes deseaban, paso a paso. Primero, sus actos llegan a millones de personas quienes literalmente “viven” los momentos de pánico y crueldad. Inmediatamente después, esa “audiencia” busca informarse acerca de quiénes son los atacantes y cuáles son sus motivaciones. Hasta el momento de ese escrito, quien hace esa búsqueda encontrará que al menos uno de los atacantes parece ser un joven supremacista blanco de unos veintitantos años, quizás miembro de un grupo, y quien aparentemente posteó un manifiesto en Facebook que detalla en decenas de páginas su odio hacia los migrantes y hacia los musulmanes.

Los atentados cometidos buscarían reivindicar esas convicciones. Esto tiene un doble efecto psicológico: el miedo y, a la vez, el poder de atracción. Por un lado, se provoca un estado de conmoción, se propaga el pánico masivo, y la gran mayoría de las personas que tienen contacto con el video o con la narrativa del acto, por supuesto lo aborrecen. Por otro lado, sin embargo, existe un sector de personas que no necesariamente concuerda con los métodos empleados por el atacante, pero quienes de alguna forma coinciden con su forma de pensar y tienden a justificar, aunque no siempre de manera abierta, la violencia cometida. Esos son los seguidores blandos y en ellos, también hay un impacto que trasciende conversaciones y que puede tener efectos políticos de distinta índole.

Un muy pequeño porcentaje de personas, los seguidores duros, aplaudirá tanto las motivaciones como el método empleado y eventualmente pueden terminar uniéndose al grupo perpetrador, o forman grupos o células similares.

Así, un ataque como este, aporta enorme eficacia para quien lo comete y, por consiguiente, tiende a incentivar atentados que se le asemejan. Es simple. Los primeros terroristas de la historia cometían sus actos en plazas públicas para propagar el terror lo más rápido posible a través del rumor y la conversación. Luego, se buscaba atraer a la prensa. Más adelante, se usaban ataques que pudieran tener alta cobertura en radio y televisión. Hoy, además de todo eso, debemos añadir las redes sociales, y la facilidad para compartir textos, imágenes y videos.

El terrorismo del siglo XXI se monta en nuestras costumbres, en nuestros patrones de conducta, en nuestra sed por la inmediatez, por filmar y postear velozmente todo lo que nos sucede. La efectividad comunicativa de esa clase de violencia en nuestros tiempos, por tanto, ocasiona que ya no sea necesaria la elaboración y diseño de planes sofisticados para cometer atentados de alto impacto como ataques en o con aviones. La mayor parte de atentados en la actualidad ocurre en espacios de seguridad blanda o nula, como plazas públicas, cafés, centros comerciales, hoteles, estadios, o incluso aeropuertos en las zonas ubicadas antes de los detectores de metales. Solo basta que alguien capture los hechos con un teléfono móvil y lo suba a las redes para que el pánico estalle más profunda y rápidamente que nunca antes en la historia.

Y claro, cuando el atacante filma su acto y consigue penetrar no solo nuestras redes, sino nuestras mentes, se inserta en la agenda de las discusiones, y consigue inducir un debate acerca de la migración o el islam, no estamos haciendo más que eco de lo que su acto atroz quiso ocasionar. Tomar conciencia de ello es un primer paso para revertir esa eficacia pretendida.

Twitter: @maurimm

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