La semana pasada dediqué este espacio a la necesidad urgente de recuperar el municipalismo abandonado, como una de las piezas que podrían encajar con éxito en la narrativa de cambio construida por el presidente electo. Un tema que reclama toda la atención para liberar a las comunidades, los pueblos y los barrios de las ataduras de los intermediarios políticos de toda índole.

Los intermediarios: los validos, como se les reconocía antes, gozan de la confianza de los dueños del poder y la utilizan para intercambiar lealtades personales por canonjías y privilegios. Esos personajes que integran los aparatos políticos que se disputan puestos y dineros, echando mano de sus vínculos entre quienes necesitan algo y quienes pueden dárselo. El puente entre la formalidad y la informalidad política en la mayor parte del territorio nacional; los verdaderos operadores de la vida pública que, en ocasiones, ocupan cargos públicos, en otras se ostentan como dirigentes partidarios y en muchas más, simplemente operan desde sus propias organizaciones. Son también los profesionales de la captura de las instituciones y los beneficiarios principales de la corrupción del régimen.

La fuerza de esos validos es proporcional a la debilidad de las instituciones formales del Estado. La maleabilidad de las reglas corresponde con la potencia de las gestiones que realizan los intermediarios, ya para repartir los precarios beneficios de un programa dizque social, ya para ofrecer o negar servicios públicos indispensables o ya para acceder o escapar de la justicia. Son los dueños de la impunidad.

Su correlato económico está en la informalidad de empresas y trabajo, cuyo eufemismo diluye la diversidad tramposa que se esconde en ese rubro (pues suena mejor informalidad que abuso o evasión), oculta la gravedad de la injusticia que se comete contra la mayor parte de los trabajadores de más bajos ingresos y matiza la debilidad del Estado mexicano para hacerse de recursos y redistribuirlos de manera igualitaria.

Según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, casi 57 de cada 100 personas que trabajan, lo hacen de manera informal: más de 30 millones de trabajadores que carecen de seguridad social, que no tienen contratos exigibles, que no tendrán jubilación y que están fuera del régimen fiscal. A ellos se suman otros 14 millones de individuos que trabajan en unidades económicas que hacen negocios como si no existieran, a veces porque se ocultan deliberadamente para ganar más y en otras, porque van tirando como pueden, hasta redondear en más de 44 millones de trabajadores los datos de la informalidad total.

En esas dos clasificaciones económicas están, entre otros grupos, las trabajadoras del hogar, los “viene-viene”, los millones de individuos que hacen de las calles el centro comercial más importante del país, los niños y las niñas explotadas subrepticia y salvajemente y cientos de miles de trabajadores que sobreviven como Dios les da a entender en empresas que no existen formalmente, pero que generan muchísimo dinero. También está el crimen organizado, pero eso es harina de otro costal.

Para ser consecuente con el discurso igualitario que le hizo ganar las elecciones, el nuevo gobierno debe tomar ese toro por los cuernos, desde abajo y desde dentro. El problema no se resolverá repartiendo dinero público ni afiliando a esos trabajadores a otro partido, sino fortaleciendo a los sindicatos que ya existen y organizando a los que debieran existir; no para volver a la dinámica de los intermediarios charros, sino para empoderar a esos trabajadores explotados y encarar en serio su destino.

En un Estado donde predominan los validos y el empleo informal, no hay lugar para la democracia y la igualdad. Así de simple. Y a todas luces, esto es mucho más importante que decidir dónde aterrizarán los vuelos internacionales.

Investigador del CIDE

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