En una entrega anterior sobre el mismo tema (EL UNIVERSAL 12/02/18), me referí al enorme potencial que tiene la inteligencia artificial para enriquecer dos aspectos fundamentales de nuestras vidas: la educación y la salud. Ahora toco otros aspectos, acaso más inquietantes, pero que claramente también afectan ya a nuestras vidas, y lo harán aún más en el futuro inmediato.

Hasta hace pocos años era relativamente fácil identificar a qué se dedicaban las empresas y las compañías que ofrecían bienes de consumo o servicios de diversos tipos. Una tienda departamental, una distribuidora de automóviles o un servicio de mensajería por ejemplo, tenían un perfil bien definido, una ubicación física conocida y una forma de promoverse ante el público que propiciaba una interacción periódica entre ambos (proveedores y consumidores). Todo eso ha cambiado de forma radical. Nadie sabe a ciencia cierta todo lo que ofrecen, dónde se ubican y cómo es que saben tanto acerca de cada uno de nosotros las cuatro grandes empresas dominantes en el mundo de la tecnología más sofisticada: Google, Apple, Facebook y Amazon, conocidas como GAFA.

Google quería, en sus orígenes, sistematizar todo el conocimiento; ahora produce autos sin conductor que te llevan a donde quieras a través de una app que bajas en tu teléfono inteligente. Apple alcanzó pronto el mayor valor en el mercado por una razón muy simple: produce cosas novedosas que funcionan bien y que millones de personas quieren tener. Facebook tiene la mayor cantidad de datos personales en el mundo, incluidos todos los de Instagram y WhatsApp. Es el principal proveedor de información sin haber creado un solo contenido. Amazon, que ya era el gran almacén de todo lo que podías imaginar sin tener inventarios, hoy produce drones inteligentes y programas de televisión que se ven en todo el mundo. Lo que tienen en común es que, todos ellos, aspiran a convertirse en nuestros inseparables compañeros: desde que nos despertemos hasta que nos vayamos a dormir (ellos seguirán trabajando por las noches, sin descanso, en nuestros temas favoritos), todos los días, a lo largo de nuestras vidas. Para lograrlo tienen una gran herramienta: la inteligencia artificial.

Estos grandes titanes tecnológicos ya tienen nuestra agenda, nuestros contactos, nuestras fotos y documentos, conocen nuestros gustos y nuestras aversiones, y han desarrollado una gran capacidad para cultivar nuestra “individualidad” (¿nuestro ego?) Lo que no creo que respeten es nuestra privacidad. Son de suyo intrusivos. Sus algoritmos, basados en nuestras preferencias, deciden qué noticias nos mandan, qué productos nos venden, a dónde vamos a viajar y aún con qué amigos vamos a compartir qué cosas. Sin duda saben cómo facilitarnos la vida. Pero algún costo habremos de pagar, supongo. En el mundo capitalista globalizado, nada es gratuito.

Hay quienes consideran que se trata, ni más ni menos, de nuevos monopolios, muy poderosos, que inhiben cualquier competencia, inducen conductas adictivas y representan una verdadera amenaza para las democracias. Yo no llego a tanto recelo (todavía), pero ciertamente me preocupa que se hayan convertido, ellos mismos, en el mercado. Su infraestructura, sus plataformas, controlan ya buena parte de la economía digital. También comparto la convicción de que, en efecto, todo tiene un costo. Lo estamos pagando, acaso sin darnos cuenta, con información valiosísima acerca de nosotros mismos ¿Hay algo que pueda valer más que eso en nuestras vidas?

Uno de mis autores favoritos, Franklin Foer, corresponsal de The Atlantic, nos alerta en su último libro (Un mundo sin ideas, Paidós, 2017) sobre las posibles consecuencias de esa forma (fantástica) de facilitarnos la vida. Hace un símil con la comida moderna: los platillos precocinados, las pizzas y las papas fritas congeladas, tres minutos en el micro y todo listo para comerse. Por supuesto, todo en envases desechables. Eran tiempos de la fascinante revolución de la cocina. Lo malo fue que nos tardamos varias décadas en comprender los efectos indeseables de tanta comodidad, tanta eficiencia. Todo estaba diseñado (sin que tuviéramos conciencia de ello) para hacernos engordar. Llegaron el sobrepeso, la obesidad, la diabetes, miles de muertes prematuras y de años de vida saludable perdidos, la insolvencia financiera del sistema de salud, y ya no digamos la explosión del maíz transgénico, el abuso de hormonas y antibióticos en aves y ganado, los daños medioambientales, etcétera. Todo eso y más, estuvo detrás del confort maravilloso, de la proeza técnica, del delicioso sabor con un mínimo esfuerzo y a un precio razonable. Pero ¿habrá valido la pena?

Los cuatro jinetes de la tecnología digital controlan no sólo las redes sociales sino también buena parte de los medios de comunicación, con algunas ventajas: no necesitan contratar editores ni gastar un quinto en insumos inútiles y costosos como el papel y la tinta. Requieren de un espacio físico reducido, lo suyo es el ciberespacio, en donde la pelea es por el número de clics. Hay que volverse trending a toda costa, aun publicando noticias dudosas. Entendidos los algoritmos, la desinformación puede volverse viral. La otrora rigurosa frontera entre los hechos y las falsedades se ha erosionado seriamente. Lees lo que te llega por Facebook, punto. Cuenta más el tráfico que el contenido. Su objetivo es captar, mejor dicho, secuestrar nuestra atención. Logran, con ello, distraernos de todo lo demás. ¿Cuántas veces al día vemos nuestro teléfono? Y sobre todo ¿con qué propósito?

Sin tener plena advertencia de ello, hemos externalizado parte de nuestras funciones mentales. Nuestro teléfono se ha vuelto nuestra memoria, más rápida y precisa. Nos resuelve nuestras dudas. Nos conecta al instante con quien queramos y, simultáneamente, puede aislarnos de todos, si nos desconectamos. Hemos transferido, seguramente sin nuestro consentimiento, nuestros secretos y preferencias a poderosos sistemas digitales que los incorporan en sus algoritmos para construir una imagen de quiénes somos, qué pensamos, qué nos gusta y qué nos disgusta. Con todo ello, pulcramente almacenado, se puede construir un retrato de nuestra mente y un perfil de nuestra conducta, individual y colectiva.

Sin tiempo para la contemplación, sin mucho interés en la lectura profunda o la reflexión, los usuarios de todas estas tecnologías somos presa fácil de los estrategas, sea comerciales, sea políticos, que controlan los espacios en Facebook y el tráfico en los sitios web de Google. Todo bajo el espejismo de un ágora democrática, por aquello de que ahí todos tienen derecho a opinar. Pero ojo, no olvidemos que cada like es, ante todo, una valiosa pieza de información que se colecta y se almacena en algún servidor, seguramente ciberenlazado a los centros de inteligencia artificial de los titanes.

Se estima que literalmente media humanidad, es decir, alrededor de 3800 millones de personas somos usuarios de internet y que cerca de 3000 millones lo son de redes sociales. Sólo con big data se puede manejar tal cantidad de información, y sólo la inteligencia artificial tiene capacidad para ordenarla, sistematizarla y utilizarla para ofrecernos lo que ya saben que estamos buscando. Los bots (programas informáticos que se activan automáticamente para realizar tareas específicas en internet) pueden ir una o varias jugadas por delante de nosotros, pueden distorsionar la realidad, generar tendencias e influir en decisiones colectivas. Una empresa de reciente creación, Cambridge Analytica, que adquirió millones de datos de Facebook, jugó un papel decisivo tanto en el Brexit del Reino Unido como en la campaña de Trump en los EUA, según lo informó ayer el rotativo inglés The Guardian. El gran tema ahora y por los próximos años será, pues, el de la ciberseguridad.

Profesor Emérito de la UNAM

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