En los procesos transformadores que estamos viviendo, hay cosas que no acaban de ordenarse. El servicio de energía eléctrica se corta, la seguridad pública sigue descoordinada, los desaparecidos no aparecen, los corruptos no son acusados y las obras públicas no inician. A cien días de haberse tomado el poder, hay más declaraciones que acciones efectivas por los nuevos habitantes de Palacio. Las razones argüidas para justificar tan pasiva situación apuntan a lo que hicieron y omitieron los residentes anteriores. Su corrupción, su impunidad y su incapacidad, ha permitido explicar-justificar lo que sigue sin resolverse. Desde luego que en los señalamientos al pasado reciente hay mucho de cierto, nadie puede dudar de ello. Sin embargo, al correr los días, el gobierno que llegó no puede mantenerse sólo con este discurso, tiene que mostrarnos para qué se eligieron a los actuales titulares de los órganos representativos, y cómo se han designado funcionarios mejores que los ya idos. En tanto esto llega, si es que llega, conviene reparar en un aspecto que no puede atribuirse al pasado por ser de valor y consistencia presente y constante.

Más allá de que nos guste o no lo que el Presidente de la República dice en sus conferencias mañaneras y lo que por ellas se produzca, parte o mucho del desorden gubernamental se genera en ámbitos distintos al presidencial. Un día se anuncia que se legislará agresivamente para controlar las ciertamente altas comisiones bancarias, y días después se declara que siempre no será así. Otro día se dice que habrá amnistías, perdones y comisiones de la verdad como partes de un gran proceso de pacificación, y luego se disuelven tales consideraciones. Se dice también que las calificadoras serán expulsadas por ser descalificadoras, y poco después se dice que siempre no. Estos y otros actos que fácilmente caben extraer de la cotidianeidad política y administrativa nacional, pueden ser vistos solamente como las pifias que son, o pueden mostrarnos algo que, parafraseando a don Daniel Cosío Villegas, podríamos llamar el estilo o los estilos personales de transformar.

Lo que a mi parecer demuestran muchos de esos procederes no es sólo desconocimiento o incompetencia, sino la necesidad psicológica de los servidores públicos actuales de agradar al líder con acciones que además de reflejar su pensamiento, lo alarguen tanto como sea posible. Si el Presidente pide que se eliminen los dispendios, quienes pueden hacerlo despiden al mayor número de personas y cancelan la mayor cantidad de acciones posibles. Si el Presidente bosqueja sus críticas al neoliberalismo, se corta todo aquello que suene o huela a ello. Asistimos a una carrera para ver quién es el que lleva más lejos los designios, los deseos o los pensamientos. Ya puestos a competir, lo hecho por unos anima a otros a ir más allá, pues de lo que se trata, finalmente, es de ganar.

La carrera por ser el más reconocido, el mejor discípulo, el más fiel entre los fieles, ha cundido. De los sectores estrictamente morenistas o rigurosamente gubernamentales se ha extendido a los empresariales, académicos, periodísticos o judiciales; en ellos también se ha iniciado una carrera para agradar o, al menos, para no quedar rezagado en la competencia. En su pequeño libro de consejos sobre lo que en política debe hacerse en el siglo XXI, Timothy Snyder asignó el primer lugar a una condición muy simple y, a la vez, muy compleja de realizar en tiempo de fuerte dominio personal: tratar de no adivinarle el pensamiento ni regalarle cosas que el líder no ha pedido ni por las funciones corresponde realizar; estima, a partir de buenos ejemplos históricos, que mucho del poder que los hombres fuertes van adquiriendo, la sociedad se los otorga acrítica y gratuitamente. Pensemos en ello. No vaya a ser que así como muchos funcionarios actúan para agradar a su jefe, otros segmentos sociales estemos haciendo lo mismo sin darnos cuenta de ello.

Ministro en retiro. Miembro de
El Colegio Nacional. @JRCossio

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