La democracia más grande de América Latina será gobernada a partir del 1 de enero por un espécimen fascista: un enemigo jurado de la democracia, un apologista de las dictaduras, la muerte y la tortura; alguien que se refiere a los derechos humanos como “estiércol”, que se dice a favor de las ejecuciones extrajudiciales y se ha mostrado abiertamente racista, homofóbico y machista.

El programa político de Bolsonaro para los próximos cinco años es ultraneoliberal en lo económico, autoritario en lo político y ranciamente conservador en los valores religiosos que pregona. Para él “Dios debe estar por encima de todo” y es quien guiará su camino como presidente. Pero el suyo es un Dios extraño, según el cual el error de los generales brasileños durante la dictadura militar fue torturar y no matar a 30 mil personas.

Durante su campaña electoral Bolsonaro empleó el odio como herramienta de movilización, incitó a la violencia contra sus opositores, y llamó entre bromas y verdades al aniquilamiento de sus adversarios. Su receta política es tan simple como burda: disciplina militar para resolver los problemas. Frente a la violencia: armar a la población, castrar químicamente a los violadores, promover la pena de muerte.

¿Qué es exactamente Jair Bolsonaro? ¿Un representante de la ultraderecha? ¿De la derecha populista radical? ¿Un fascista? Quizás una mezcla de todo eso. Algunos estudiosos lo asemejan a la ola de renacimiento de la extrema derecha que ha tenido lugar en países como Polonia, Austria, Estados Unidos y, más recientemente, en Italia, por no mencionar regímenes semiautoritarios como el de Rusia, Hungría y Turquía.

Sin embargo, ni Erdogan ni Orban ni Putin ni Salvini han sido capaces de pronunciar frases como las de Bolsonaro (aunque varios de ellos hayan sido acusados de graves violaciones a los derechos humanos). Prueba del extremismo bolsonarista es el hecho de que incluso Marine Le Pen, ícono de la extrema derecha europea, desaprueba su discurso.

Por la defensa radical del liberalismo económico que abrazó durante la más reciente elección, por su conservadurismo moral, así como por su desconfianza frente a los contrapesos típicos de una democracia liberal, Bolsonaro se asemeja a la derecha populista radical. Por su lenguaje violento, empleo de amenazas veladas o abiertas a la oposición, y por recurrir a un discurso de tintes racistas, Bolsonaro también muestra similitudes con fascismo.

El ex militar, sin embargo, no ha exhibido hasta ahora otros elementos típicos del fascismo como el promover un discurso donde la nación se identifica a una sola raza, ni hay evidencia de que haya promovido la creación de milicias privadas o grupos organizados para agredir a actores de la oposición.

Sería un error asumir que todo el electorado de Bolsonaro apoya sus posturas más polémicas. Su elección le debe mucho a la corrupción de la clase política brasileña (de toda ella), a la recesión económica; a la violencia y la inseguridad, así como al deseo de mano dura como respuesta para combatir estos males.

Entre quienes lo votaron hay una gran diversidad de grupos sociales y perfiles ideológicos.

En un mundo en el que el eje antisistema comienza a ser cada vez más relevante, Bolsonaro ha logrado agradar a un gran número de brasileños —jóvenes gran parte de ellos— por ser visto como un outsider de la política tradicional.

Las élites económicas y políticas brasileñas son, en gran medida, responsables del triunfo de Bolsonaro. Lo que estuvo en juego en la elección de la que resultó triunfante no era elegir entre una opción de izquierda y una de derecha, una promercado y otra antimercado, aunque así quisieran verlo algunos. La opción era entre democracia y libertad o autoritarismo y barbarie. Ese dilema exigía tomar partido de forma clara y contundente. Por acción u omisión estas élites son responsables que hoy Brasil se sitúe a las puertas de un régimen de tintes fascistas.

Investigador del Instituto Mora
@HernanGomezB

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