El odio es una hermosa pista de patinaje. Y si careces de la mínima destreza para mantenerte erguido en su superficie entonces aléjate de la pista. De lo contrario te la pasarás de boca abajo buena parte de la vida. Administrar el odio es una virtud y una habilidad invaluable. Yo odio casi todo lo que se mueve. Sospecho que, tarde o temprano, el movimiento te causará daño. Sé que la quietud y los objetos inmóviles pueden llegar también a enloquecerte, pero enloquecer puede ser considerado un atributo y un camino a la libertad. Ningún cerebro piensa normalmente: eso es una invención. La normalidad es una patraña que inventan los tiranos de toda clase.

Estoy escribiendo ahora de manera algo abstracta, cuando en realidad el odio más genuino es el que te despiertan los seres concretos o de carne y hueso. Desde Aristófanes, pasando por los filósofos medievales como Guillermo de Occam, hasta Wittgenstein y los lingüistas, pragmáticos y relativistas modernos, sabemos que una cosa es la belleza y otra muy diferente son los objetos bellos. Yo, amante del odio, detesto la tacañería, pero la palabra tacañería pierde peso y abstracción cuando te enfrentas a un tacaño en persona. Carajo. Me entran unos peligrosos deseos de estrangularlo. Los tacaños de carne y hueso, de pelo y zapato, emergen del vientre de una rata muerta (allí duermen), son como el estornudo de un moribundo, y cuentan sus monedas como los últimos pelos del cráneo. Me son hostiles, mas como afirmé en un principio sé patinar con tranquilidad en pistas riesgosas. Los dejo pasar y continuar con su misión de hacernos la vida más amarga. No amo a mis semejantes porque no son mis semejantes, quiero decir.

Es un lugar común —y por ello casi inobjetable—, decir que uno bebe con el fin de soportar a los antipáticos y volverlos más agradables. No hay nada tan serio y cierto. Sin embargo, yo no necesito beber para aminorar el odio. Sonreír no es aceptar. Llevo a grados de enfermedad la cortesía y la capacidad de desatenderme. Y, pese a mis precauciones, los tacaños, los políticos retóricos, los emprendedores idiotas, los puritanos y vigilantes de la moral ajena, me
despiertan no ganas de beber, sino de lanzar un par de puñetazos a sus concretas barbillas. Si estos personajes, que han nacido odiosos, me despertaran deseos de echarme un trago correría primero a estrecharles la mano: “Benditos sean, jodidos miserables, escoria, por sembrar en mí los deseos de embriagarme.”

Es tal vez una de las novelas más barrocas o rebuscadas de Norman Mailer; se llama Los hombres duros no bailan. Un verdadero y agotador tour de force. Leí la novela hace más de 20 años y esa lectura me dejó dos manías que practico desde entonces: acostumbro llamarle diamantes a los hielos y cuando una mujer quiere bailar conmigo le digo: “Chica… los hombres duros no bailamos.” Así es: en la barra de un bar suelo indicarle al cantinero: “Sírvame un vodka solo y súmele dos diamantes.” Y nunca bailo si no es porque me obligan a ello: sea a causa de alguna sustancia eufórica o por la insistencia de una mujer bella y terca. Yo me defiendo: “El movimiento es el principio del mal.” “Me gustaría declarar un estate quieto universal.” “Déjame en paz, maldita drogadicta.” Por lo regular mi negación resulta efectiva, excepto por el huracán de la belleza terca: mujeres que bailan y cierran los ojos (no las culpo).

Es destino cómico o una paradoja que las bailarinas me causen tanta atracción. A Louis-Ferdinand Céline las bailarinas lo trastornaban: sus piernas firmes, su educado narcisismo, su amor por el espejo, la disciplina que muestran en la cama, todo aquello que acompaña el cuerpo de una bailarina volvía indefenso al escritor francés. Casi todas sus amigas eran bailarinas. Lo que a mí me disgusta de ellas es su alma de soldado y de campesino madrugador, pero de alguna manera tienen que esmerarse en su oficio. “Los hombres duros no bailan”, ésta es la sentencia que le robé a Mailer. Y en alusión a uno de estos hombres duros, confesaré que también he plagiado a Clint Eastwood. Sí, cuando alguien me reprocha mi infidelidad o cambio de temperamento repito la oración de Eastwood: “Si quieres una garantía, cómprate un tostador.”

En una entrevista que le hizo Buzz Farbar acerca del matrimonio, Norman Mailer, hombre fiel que se casó seis veces, dijo que a su edad —en ese entonces 50 años— podría sufrir un ataque al corazón en cualquier momento y que le parecería absurdo morir al lado de una extraña, una prostituta o cualquier otra mujer. Así que prefería serle fiel al matrimonio. Cuando recuerdo esta entrevista —se encuentra en el libro Pontificaciones: conversaciones con Norman Mailer—, me digo a mí mismo: ya estoy en edad para morir a causa de un infarto y no me gustaría hacerlo bailando con una extraña. Que sea con una conocida, o al menos con su cadáver.

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