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“Un grito de libertad” decía la invitación. Un amigo entrañable acompañó el envío, con una llamada telefónica: “Va a cambiar tu visión de vida”, advirtió. Una versión libre de El Hombre de la Mancha, realizada por internos del Reclusorio Varonil, era algo singular, pero con un halo de inverosimilitud intrínseco. Admiración, y respeto siempre acompañan a la amada labor del reportero; pero el factor sorpresa se desgaja en el camino. Sorprenderse en el ejercicio periodístico del espectáculo, tras casi 30 años de labor, ya no es cotidiano. Esta vez sí sucedió. La experiencia es entrañable. Modifica, revalora, transforma.

La libertad termina cuando se atraviesa ese gran portón de acero pintado de gris. Cambia el aire y el pulso cardiaco. Identificación y nombre en la lista. Es usted el número 106. Tenía ya un registro y recién veía (de lejos) la recepción del presidio Oriente. No importa si se es invitado o interno, el impacto es el mismo. No hay relojes, ni calendarios visibles. Nadie ve a los ojos. Sólo frases en tono amable, pero imperativo.

“Otro de los invitados a la obra, pero trae corbata”, dijo una voz a mis espaldas. “Que pase, dele la atención, va directo al Auditorio”, respondió otra llamada por el radio. No era claro, luego quedó entendido que una corbata allí puede ser arma de suicidio.

Llegar a un penal es una experiencia restrictiva y fría. No celulares, no vestir de colores como beige, negro o azul marino. Llegar una hora antes para la revisión correspondiente. Arcos de seguridad, tres sellos de agua (visibles con luz morada) en el brazo derecho, escaleras, rejas, púas de seguridad y por fin un letrero: “Visita íntima”.

Adentro no eres nadie. Ni el de la tele, ni el del radio, ni el hijo, tío o sobrino. Eres uno que entra y sale. Los internos, te miran al paso. Ellos sí sonríen. “Bienvenido”, dijo el primero a la vista.

Al entrar al auditorio, ya fue más habitual. Tras la tercera llamada, Arturo Morell, presidente de la fundación Voz de Libertad explicó en el escenario que durante 35 sesiones, se acercaron al teatro poco menos de 280 reclusos que quisieron participar. Orquesta en vivo, coreógrafo (Bernardo Vega), asesor musical (Luis Cardoso). Entraron los actores, vocalizaron, eliminaron tensión y calentaron.

En medio de la vox populi, el Gobierno de la Ciudad de México también tiene proyectos muy humanos. Aquí estaba la mano de Hazael Ruiz Ortega (subsecretario penitenciario), Patricia Mercado (secretaria de gobierno de la Ciudad de México) y la de Miguel Ángel Mancera (jefe de gobierno).

En el ciclorama blanco, con pintura derruida, manchas de pisadas y manos, igualmente adornaban retazos de telas. Andamios y algunas plataformas y mesas eran la escenografía. En el costado derecho, la orquesta. Luces improvisadas con latas de conservas a modo de pantallas de lámpara. Folletos de mano con las fotos de los actores. 120 para el público llenas de estudiantes, políticos, amigos e intelectuales. La magia estaba dada.

Muchos internos, sin utilizar otro color que no fuera el beige en su vestuario, tenían 20 años, otros jamás fueron al teatro y ahora estaban actuando. Las preguntas de condenas, delitos, errores y violencia social atravesaban la mente como ráfagas incontenibles al ver en el escenario rostros que debieron delinquir para estar ahí. En dos minutos, su entusiasmo y energía desvanecieron las dudas. Era más interesante el proceso creativo. El camino que llevó a estos muchachos a perderlo todo afuera y recuperarlo dentro. Sin previo aviso o autorización expresa, se estaba renovando el disco duro de la concurrencia. El ambiente ya era otro.

Delinquir es una “sociedad anónima” que no hace distinciones. Todos podríamos ser socios. Rehabilitarse, ése es el reto de los que estaban en el escenario. La esperanza, la confianza, el futuro, no se ven claramente allá dentro. Pero “con fe lo imposible es soñar”, cantaban entre lágrimas el texto de Saavedra. Y en ese lugar, es donde mejor se abstrae la frase.

¿Cómo crear ilusión en quién ya no tiene nada? El teatro fue la alternativa. Y el amor seguramente fue la posibilidad y el motor de este acontecimiento de humanización, que efectivamente, “cambia la vida” del espectador.

No hubo esos “gritos de libertad”. No fueron necesarios. En cambio, hubo un sabor de evolución, un deseo de creencia y promesa. A la salida, la mente gritaba: “Gracias por esta vivencia, que reformula valores universales. Gracias a los internos del Reclusorio Oriente por guiar este embeleso de libertad….

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