La respuesta a la pregunta es sencilla: erradicarla. Empero, en España, como en otros países europeos, se ha desatado una polémica sobre prohibir o no la prostitución. Y han encuadrado los términos del debate entre los dos polos clásicos: entre aquellos que pretenden abolirla y aquellos que defienden su legalización. El abolicionismo sostiene que se debe sancionar tanto a quienes la ofrecen como a quienes la demandan, mientras que el regulacionismo es aquella postura que pretende sancionar a quienes por la fuerza obligan a una persona a prostituirse, al tiempo de que tratan de mejorar la situación laboral y la reivindicación de los derechos de quienes se prostituyen.

Puede ser que el debate este, ciertamente, aparentemente centrado en cuestiones de carácter práctico que permitan evitar una práctica y para hacerla menos peligrosa. También que se diga que ambas posturas tienen destinos morales similares: la de erradicar la crueldad que gira alrededor de esta práctica milenaria.

Sin embargo, la realidad es otra. La prostitución es una práctica que menoscaba la dignidad de los individuos que se ven obligados a practicarla y, por ello, legalizarla es un error moral e institucional. Las historias, las circunstancias y las vidas de quienes se prostituyen siempre implican dramas personales, crueldades, miserias que de no verlas es porque estamos ciegos ante una realidad que permite la objetivización de un sujeto para el goce y disfrute de perversiones mal sanas de otro; mal sanas, no por el sexo en sí, sino por el sexo obligado a través del dinero.

La experiencia habla por sí misma. El ejemplo más claro de una postura abolicionista exitosa es, sin duda, Suecia, que desde 1999, comenzó a implementar políticas públicas encaminadas para terminar a corto y largo plazo con esta práctica. Hace 20 años, todos los partidos en el parlamento por unanimidad votaron a favor de una ley que prohibía la compra de servicios sexuales, centrándose en el cliente. Después de 20 años, la unanimidad sigue vigente y se sigue sosteniendo que la política favorece el respeto hacia la igualdad de género y el respeto a la mujer pues, después de veinte años, la gente joven ya no piensa que la prostitución es una práctica aceptable ni demandable.

En el polo opuesto se encuentra Alemania. En el 2002 liberalizó la prostitución y se implementaron medidas administrativas para registrar a las sexo servidoras y servidores, en aras de aumentar la transparencia y la legalidad en la oferta de estos servicios en el país. Las estimaciones son que en Alemania trabajan entre 150 mil y 700 mil sexo servidoras de todo el mundo. Los números son estimaciones, dado que no todos los lugares que ofrecen este servicio han cumplido con el registro debido. Lo cierto es que la legalización ha fomentado (y fomenta), por añadidura, el tráfico de drogas, la trata de personas, la extorción y, por supuesto, el lenocinio.

Las condiciones en las que viven las sexo servidoras en muchos de estos países es deplorable. Mujeres que trabajan en mega-burdeles que ofrecen tarifas fijas a los clientes, quienes tienen acceso a todo el sexo que deseen con cuantas personas deseen por un solo pago, representan verdaderas carnicerías de lo íntimo, en las que lo último que se aprecia es el respeto por la igualdad de género y el respeto por la mujer como persona, como individuo. Ningún cliente pregunta a una sexo servidora por qué está ahí, cómo llegó y porqué lo hace. Si tuviera la respuesta real, la verdadera, con seguridad desistiría de hacer uso del servicio por el que ha pagado.

La legalización está enmarcada por la indiferencia ante lo obvio —el dolor de quienes tienen que practicar la prostitución— y el cegarse con el velo de la legalidad ante la cruel realidad de los individuos que la practican.

Las medidas abolicionistas, como en el caso de Suecia, además de enfrentar un problema social e individual con mecanismos jurídicos, por añadidura son medidas que son vistas a largo plazo. Pues con ellas no sólo pretenden erradicar el ofrecimiento de servicios sexuales, sino que pretenden mandar un mensaje colectivo, revertir un mensaje social de normalización de una práctica cruel e inhumana; pretende educar a las generaciones de niños y jóvenes haciéndoles ver que la mujer no es un objeto del mercado, que no es correcto demandar sexo servicio, que las personas que ofrecen esos servicios no están en las mejores condiciones sociales, económicas e individuales. Y con esto, por supuesto, apuestan a que el cambio venga desde una concepción moral social que evite la demanda, y no la de erradicar el ofrecimiento de una práctica. Sin demanda, no hay oferta. Sin demanda, se acaba el negocio.

Embajador de México en Países Bajos

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