El Presidente declaró: “Los organismos autónomos son una gran farsa, ya que ese tipo de entidades fueron creadas por el gobierno presuntamente para atender asuntos relacionados con la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y Petróleos Mexicanos (Pemex)” (El Economista 18-02-2019), refiriéndose a la Comisión Nacional de Hidrocarburos.

Hay dos acepciones opuestas del Estado. Aquella que lo identifica con el gobierno y lo opone a la sociedad; y otra, que lo considera una forma de establecer un orden social en el que el gobierno y sociedad cooperan hacia un fin determinado por los diversos actores políticos, económicos, sociales y gubernamentales.

La primera la sostienen quienes consideran al gobierno como un mal necesario que debe tolerarse y, por lo tanto, proponen reducirlo a su mínima expresión, etiquetados como neoliberales en la actualidad, pero también la sostienen aquellos que consideran que la sociedad civil es un conjunto de individuos egoístas que se aprovechan del pueblo para enriquecerse, quienes son llamados populistas.

Neoliberales y populistas comparten una visión pesimista de la vida política. Los primeros reaccionan contra el gobierno y los segundos contra los expertos, los ciudadanos y las organizaciones de la sociedad civil. Ninguno de los dos reconoce que el otro tenga razón y lo excluyen de su proyecto de nación.

La segunda acepción del Estado facilita la vida democrática y plural, el respeto a los derechos humanos y a las autonomías de organizaciones intermedias como una forma institucional de dirimir las controversias, reduciendo el uso de la violencia y la exclusión del otro a las circunstancias de extrema urgencia o grave peligro de la convivencia pacífica.

Los defensores del Estado democrático de derecho –que han promovido el surgimiento y fortalecimiento de las diversas autonomías constitucionales y el fortalecimiento de los poderes judicial y legislativo- parten del supuesto que nadie tiene la verdad absoluta, ni posee la única solución posible a los problemas sociales.

Los neoliberales y populistas sacrifican lo que dicen defender si alguien se opone a sus ideas y les molesta la existencia de una autoridad autónoma e independiente que ponga freno a sus ambiciones económicas y políticas. En ese sentido, no es extraño que el empresario, quien pretende que no haya límite a sus estrategias económicas, y considera cualquier regulación que afecte sus intereses una traba burocrática (Slim, Azcárraga y Salinas Pliego); y el político hegemónico que alega que los derechos de las minorías o las cuestiones técnicas le estorban para completar su proyecto, se hermanen en su ataque a las autonomías constitucionales. A los monopolios no les gusta la autonomía de las autoridades.

El papel del Poder Ejecutivo en un Estado de las autonomías, aquel que reconoce la existencia de espacios jurídico-administrativos que son contrapesos del poder político y económico en beneficio de las personas, es ser el fiel de la balanza dentro de una institucionalización del poder. La voluntad del poderoso pasa a un segundo plano, lo que es una garantía contra el autoritarismo, y se somete a una red de centros de decisión política que permite el desarrollo social sin generar rupturas, ni comportamientos inciertos y caprichosos.

En un Estado incluyente, el gobierno dirige, pero no impone su visión a la sociedad, ni a la oposición política. Cualquier mayoría, sin importar su porcentaje, debe tomar en cuenta los derechos de los demás y sus intereses, so pena que la democracia se transforme en una tiranía y sofoque la creatividad. Las democracias populistas, excluyen a sectores amplios de la población en el discurso y en las políticas, con lo que profundizan la desigualdad social y aumentan la pobreza que pretende combatir y, además, sacrifican las libertades en el nombre de ideales y buenas intenciones.

En su expresión más extrema, los populismos se convierten en movimientos totalitarios que linchan públicamente a sus adversarios y movilizan a las masas en contra de grupos específicos, utilizando falacias y medias verdades, y creando enemigos ficticios del pueblo, de los trabajadores o de los pobres. Las primeras acciones son deslumbrantes y atractivas, se nutren de llevar a una pira enorme a los adversarios, pero paulatinamente la miseria económica y cultural los carcome.

El antídoto a las pretensiones autoritarias de los gobiernos y a la avaricia del mercado son la creación y fortalecimiento de autonomías constitucionales que limiten los excesos en que incurre quien busca la eficacia y eficiencia del poder o la maximización de sus utilidades a través de monopolios no sujetos a algún control. El diseño institucional de algunos órganos debe revisarse, como todo en la vida política, y someterse a un análisis crítico en un debate abierto, pero subirlos al patíbulo puede ser contraproducente.

El ejercicio de una autonomía constitucional no es una farsa y cumple con la función de evitar que regresemos al país del Tlatoani, donde un hombre súper-poderoso decide sobre el destino del país y, por lo tanto, de la vida de las personas, al margen de cualquier institución. Ese es el retorno al Estado en el que lo público –representado sólo por el gobierno-, lo privado –opuesto al gobierno- y lo social –controlado por el gobierno- se subordinan a los intereses de la mayoría representada por un hombre.

Miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel I
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