Entre muchos elementos notables en Lazzaro feliz (Lazzaro felice, 2018), la nueva película de la italiana Alice Rohrwacher, quizá lo más genuino —y a la vez lo más increíble— sea la expresión inmortal de su protagonista. Durante el metraje, y más allá de él, la gentileza de Lazzaro (Adriano Tardiolo) es inexplicable, invencible y quizás inolvidable. Al principio lo conocemos como un joven trabajador de una hacienda tabacalera en lo que parecen mediados del siglo XX. Menos que un siervo, Lazzaro es una bestia de carga que con sus ojos grandes e impolutos lo absorbe todo: el amor y el abuso se le aparecen de frente y él no se inmuta, no juzga, pero está siempre decidido a obedecer y a ayudar. Hacia el final de la película será mucho más. Será el idiota de Dostoievski trabajando en el campo; el San Francisco de Rossellini que eventualmente se muda a la ciudad, y el burrito Baltasar de Bresson hecho humano. En una palabra: un santo, y uno sin pecado ni tentación sino infinitamente abierto a la bondad.

Por supuesto, Rohrwacher no aspira a la verosimilitud sino a cumplirnos un deseo universal: el de conocer a una persona enteramente buena. Alrededor de Lazzaro encontramos caricaturas, como sus colegas, exagerados en su ignorancia y su vulnerabilidad, o como la marquesa y su familia, que explotan a los trabajadores con desenfreno y llegan a decir cosas tan inquietantes como que no hay diferencia entre humanos y bestias. Los bordes redondeados y sucios del cuadro que nos presenta la historia de Lazzaro nos sugieren la nostalgia de una filmación familiar, pero el sonido de un viento soplado no por las corrientes sino por unas bocas invisibles termina por desterrar la realidad. Todas estas decisiones le dan un inesperado volumen al estilo de la película, que comienza, aparentemente, como un retrato afectuoso de la vida en los campos italianos, sin embargo pronto notamos que la ropa de los personajes no cambia y, cuando un falso secuestro sale mal, un milagro le dará sentido al nombre del protagonista.

Tras caer por un risco, Lazzaro es descubierto por un lobo que lo olfatea y se va. El muchacho se levanta y anda hacia la hacienda para descubrir que ya no queda nadie. Mientras dormía —¿moría?—, la policía clausura el lugar porque, resulta, no se trataba de un latifundio en el siglo XX, como ya lo sugería la presencia de anticuados teléfonos celulares, sino de la esclavitud en el XXI. El retorno de por sí milagroso se hará bíblico cuando Lazzaro descubra que durmió durante años y que la diminuta Italia que conoció es más grande y más fea de lo que pudo haber imaginado. En busca de la población más cercana, Lazzaro llega caminando a lo que parece Milán y ahí descubre un mundo decadente de pillaje y engaño. Rohrwacher da entonces un giro a la estética con la que comenzó y los colores se orientan a lo grisáceo, mientras que la periferia urbana remite a la que capturaron Rossellini y Pasolini en películas como Europa ’51 (1952) y Mamma Roma (1962).

Quizás arruinaría la película hablar del resto de la trama pero me parece importante resaltar el contraste entre la alegría bucólica y la miseria en la ciudad. Rohrwacher parece decidida a compararlos no para crear una fábula moralina sino para revelar la complejidad de un sistema de opresión reemplazado por otro. En la ciudad Lazzaro se encuentra con viejos conocidos que de plano extrañan la hacienda. Los colores y la diferencia entre las apariciones del lobo místico nos dicen mucho, pero al final Lazzaro feliz no aspira a decir ni a contar sino a revelar. Así como João Pedro Rodrigues representó las contradicciones y misterios de la revelación en El ornitólogo (O ornitólogo, 2016), Rohrwacher busca transmitir la extraña experiencia del milagro sin intentar comprenderla —¿cómo o para qué?— mientras denuncia la explotación y la acción a medias para terminarla.

Sin ser la culminación de la gran tradición de representaciones místicas —a la historia del cine le quedan otras en el futuro—, Lazzaro feliz es una de las mayores y nos ofrece un rostro quizás equiparable al de Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, 1928) para recordarla siempre. Un plano del protagonista afiebrado nos evoca la obra maestra de Dreyer, y si bien la cinta de Rohrwacher es muy distinta de ella, al menos la mirada de Lazzaro iguala su efecto.

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