La actuación dedicada, natural, intensa de Willem Dafoe en 'A Las Puertas de la Eternidad' nos recuerda, sin duda, a su trabajo más conocido: el papel de Jesús en 'La última tentación de Cristo'

En no pocos momentos de At Eternity’s Gate -quinto largometraje del neoyorquino Julian Schnabel- el Van Gogh de Willem Dafoe nos provoca fuertes reminiscencias con el Jesucristo del mismo actor en aquel clásico de Martin Scorsese, The Last Temptation of Christ (1988). Ambos personajes están llenos de dudas sobre si mismos, ensimismados en su propio infierno, cual misioneros con una tremenda carga sobre los hombros, pero finalmente extasiados en la belleza y la fuerza de la naturaleza, o del creador.

Situada en los últimos años de la vida del pintor (muerto a los 37 años), la cinta nos muestra el afanoso proceso en el cual Vincent buscaba exhibir su obra y entender más el arte. Su amistad con Gauguin (un parlanchín Oscar Isaac) no sólo lo salva de la soledad sino que además le permite reflexionar sobre el sentido del arte, sobre su técnica y su objeto artístico.

Pero esto no es una tradicional biopic. Al igual que sucede en The Diving Bell and the Butterfly (2007), aquella cinta sobre la condición de Jean-Dominique Bauby donde su parálisis se comparaba a una mariposa atrapada dentro de una escafandra por la cual mira al mundo pero de la que no puede escapar, así mismo Van Gogh se muestra como un gran observador de la belleza, pero el cual no puede escapar a su cuerpo y su mente llena de inseguridades, soledad, desdicha y si, algo de locura.

Así es como llegamos a varias escenas donde lo único que se ve es a un Vincent caminando cual franciscano, con su lienzo, sus pinceles y sus pinturas en la espalda, buscando el paisaje ideal para detenerse y pintar. Se trata de la etapa de mayor producción del artista, cuadros y cuadros que en ése entonces a nadie le interesaron y que hoy forman parte de una colección invaluable que se encuentra dispersa por los museos más importantes del mundo.

A Schnabel (quien también funge como guionista junto con el legendario Jean-Claude Carrière), no le interesa el recuento de los hechos sino más bien el recuento de la angustia, la soledad y la fragilidad del pintor así como sus dudas sobre la creación artística y el fin último del arte. Esos debates se hacen explícitos en las pláticas con un Gauguin que lo reta, lo cuestiona, y la hace dudar, pero que al final (quédense a la escena post-créditos) le reconoce la técnica y la belleza con la que Vincent retrataba al mundo, (“sus pinceladas que son casi esculturas”).

La cámara de Benoît Delhomme cumple con el cometido de hacernos ver el mundo a través de los ojos de Vicent: tomas sin cortes con cámara al hombro, constantes close-ups, tomas mitad borrosas-mitad enfocadas. Pero ni la habilidad técnica de Delhomme ni la contensión dramática de Schnabel funcionarían sin el talento de un Willem Dafoe cuyo rostro, ademanes, miradas y mutismo son el lienzo perfecto para contagiarnos de la pesadez existencial del artista sin que esto devenga en cliché ni humor involuntario.

Dafoe, de nueva cuenta, habla con dios y con el diablo, debate sobre la belleza, trata de exorcizar sus demonios, y en ese viaje nos contagia con la intensidad de su arte. Lo mínimo que debería de suceder es que le den un Oscar a éste hombre.

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