“Salimos de nuestro país para vivir una vida mejor, pero vinimos a empeorarla acá, vinimos a caer bajo”, afirma Santa María Rosales, una mujer hondureña que buscaba alcanzar el sueño americano, pero en vez de eso terminó pasando dos años en prisión en Tapachula, Chiapas, acusada de trata de personas.
Su caso fue sólo uno de las 411 detenciones diarias de centroamericanos que se registraron entre 2013 y 2016 en la frontera sur de México, mientras que la cifra de deportaciones por día fue de 354 en el mismo periodo.
Hace 14 años Santa salió de Honduras por la falta de trabajo y porque “tuve problemas con unos mareros”. Intentó llegar a Estados Unidos cuatro veces cruzando el Río Bravo; en todas las ocasiones los agentes de migración la deportaron. Relata con temor que la última vez que hizo ese recorrido fue secuestrada por Los Zetas en Tierra Blanca y su hermano pagó 5 mil dólares para que la liberaran.
La vida de esta mujer delgada, de cabello rizado y piel morena, dio un giro el 19 de junio de 2013, cuando “los policías me fueron a sacar del cuarto en el que dormía a las tres de la mañana, casi desnuda”, sin saber la razón por la que la detenían. Después se enteró: la acusaban de trata de personas.
Luego de dos años en la cárcel y sin ningún careo, le dieron una sentencia de cinco años y cuando fue a hablar con el juez, él le dijo: “Agradece, hija, que sólo te di cinco años por no encontrarte ningún delito en tu expediente”. Ahora que está en libertad, afirma que si hubiera sido mexicana nada de eso le habría sucedido.
De acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Migración que se muestran en el informe Criminalización de Mujeres Migrantes. Análisis de seis casos en la frontera sur, las detenciones de indocumentados aumentaron sustancialmente en cuatro años, con 86 mil 298 casos en 2013; 127 mil 149 en 2014; 198 mil 141 en 2015 y 188 mil 595 en 2016. Lo mismo sucedió con las deportaciones, que se incrementaron de 80 mil 902, en 2013; 107 mil 814, en 2014; 181 mil 163, en 2015 y 147 mil 370, en 2016.
El perfil de las mujeres indocumentadas que arriban a la frontera con Chiapas indica que la mayoría proviene de Guatemala, Honduras y El Salvador, están en edad productiva, así como reproductiva y presentan altos niveles de analfabetismo. La oferta laboral para ellas está restringida al trabajo agrícola, doméstico y a la industria del sexo; a empleos en los que perciben entre mil y 2 mil 250 pesos al mes, no tienen contrato, son expuestas a jornadas de entre 12 y 16 horas, y a ser discriminadas por no hablar español o por usar vestimentas típicas.
Un caso aparte son las que están relacionadas con el trabajo sexual, quienes quedan bajo una triple discriminación: por la labor a la que se dedican, por ser mujeres y además migrantes. Aunado a ello, están a merced de explotación, servidumbre y control de sus ingresos.
Guadalupe Pérez es una migrante guatemalteca que también vio cómo su vida de 28 años en Chiapas se desmoronó cuando el 22 de enero de 2014 fue arrestada por trata de personas. “A mí me metieron injustamente a la cárcel”, afirma con voz fuerte esta mujer de piel morena y cabello largo, mientras levanta el puño.
Ella se hacía cargo de sus seis hijos, todos mexicanos, cocinando y lavando trastos en un bar. Ese día “llegaron unos oficiales, me preguntaron acerca de unos papeles [del establecimiento], como el encargado no estaba, yo los entregué”, pero había muchas mujeres con hombres en el lugar y los policías se las llevaron a todas”.
Relata que “llegando al ministerio me hicieron firmar papeles en blanco, yo no sé leer ni escribir, tampoco hablaba español”, asegura esta mujer que pertenece al grupo indígena Mam. En ese momento comenzaron sus dos años y medio de sufrimiento en prisión, pero al salir su panorama no fue mejor: durante el tiempo que estuvo recluida uno de sus hijos cayó en las drogas y su hija enfermó.
“Salí de mi país porque allá hay mucha pobreza, no hay a dónde ir a buscar trabajo, pero si no me hubiera salido, no hubiera pasado esto. Es lo peor que he vivido, la peor pesadilla, yo pensé que Chiapas era mejor, pero no”, dice llorando Lupita, como le dicen de cariño.
Ambas mujeres coinciden en que el sistema migratorio en el país es el culpable de que las hayan detenido arbitrariamente e inculpado por un delito que no cometieron. “Le echo la culpa de todo al gobierno, porque aún afuera del centro de readaptación se nos discrimina por ser mujeres y migrantes”, critica Santa, mientras que Guadalupe exige “que haya justicia, porque quienes salimos de nuestro país de origen no violamos la ley, tenemos derecho a buscar mejores posibilidades de vida”.
Las detenciones arbitrarias y la vinculación con delitos penales es una de las maneras en las que se violentan los derechos de las mujeres migrantes. En el informe se indica que la mayoría de ellas fueron privadas de su libertad, procesadas y condenadas por trata de personas, lenocinio o delitos sexuales, aunque en ocasiones se les acusa sin que existan pruebas.
Agrega que hay “una política de criminalización en contra de la población migrante impulsada por el Estado mexicano (…) El mensaje que reciben los cuerpos policiacos y de procuración de justicia es que es permisible, e incluso esperado, detener a las mujeres y que no habrá consecuencia si al hacerlo vulneran sus derechos humanos”.
Criminalizan a mexicana
La pareja se subió a la camioneta de los policías y ahí comenzó su calvario, porque los llevaron a la estación migratoria y fueron encarcelados por supuesta trata de personas con fines de explotación sexual. Ambos fueron acusados, sin pruebas, por la ex esposa de su cónyuge. Recuerda con impotencia que cuando le dictaron sentencia la licenciada le dijo: “Agradece que no te dieron mucho [tiempo], te dieron poquito, 20 años”. Sin embargo, luego de tres años y un mes en prisión logró salir, aunque tiene que ir a firmar cada mes.
“ ¿Cuál fue mi delito?, ¿por ser pobre, por no saber defenderme?”, cuestiona esta mujer de tez morena, cabello lacio oscuro y estatura media. Afirma que “la autoridad no busca quién lo hace, sino quién lo paga”, y por eso pide que le reparen el daño que le han causado. Lo que más la preocupa es que su esposo enfermo aún está en la cárcel y no recibe la atención médica que necesita.