San José. –
No al aborto terapéutico o espontáneo, violación sexual, tocamiento de genitales, asesinatos…ser mujer es un riesgo en El Salvador, donde el castigo puede ser la cárcel, el cementerio, el repudio social, el silencio obligado o el exilio.
La salvadoreña María Teresa Rivera, de 37 años ha sufrido todo eso. Un día de 2011, sin saber que estaba embarazada, se desmayó en el baño de su casa en El Salvador y despertó en un hospital, rodeada de autoridades policiales y judiciales y acusada de homicidio agravado por la muerte del feto. Fue condenada a 40 años de cárcel.

El aborto está penalizado en todas sus formas en El Salvador. Las leyes castigan con prisión sin importar si la salud de la madre está en situación extrema de peligro, si hay inviabilidad del feto por malformaciones incompatibles con su vida o si el embarazo fue por incesto o violación.
Tras sufrir presidio, Rivera derrotó a la ley salvadoreña, pero a un alto costo: hostigada socialmente en El Salvador, Suecia le concedió protección y se convirtió en la primera mujer en el mundo en obtener asilo por razones fundadas de persecución por una política antiaborto.
“Soy el primer caso internacional o mundial por persecución, primero por ser mujer, por haber sido condenada injustamente a 40 años de cárcel. Fue una tortura que el Estado salvadoreño cometió, no sólo conmigo, sino con todas las mujeres. Por esa razón me dan asilo en Suecia: por la política de El Salvador contra el aborto”, relata.
Originaria de San Juan Opico, en el centrooccidental departamento (estado) de La Libertad, su padre la abandonó desde bebé y quedó huérfana de madre a los 5 años, en 1987, durante la guerra civil que sacudió a El Salvador de 1980 a 1992, por lo que fue criada con su hermano (Juan Antonio Castro Rivera) por familiares maternas. “Ellas no nos cuidaban, nos explotaban. Nunca tuve apoyo de mis parientes”, narra en una entrevista telefónica con EL UNIVERSAL desde Suecia, al relatar el calvario de infancia y juventud.
Como pudo, se matriculó en una escuela primaria nocturna. “Yo estaba muy feliz. Hacíamos dos grados a la vez y decía que iba a terminar rápido. Pero a mis 8 años fui violada en una ida a la escuela y desde ese momento mi vida cambió. Mi familia no me apoyó y decía que yo tenía la culpa por ir a una escuela de noche, pero no me dejaba estudiar de día”, cuenta.
María Teresa fue atacada por dos vecinos adultos de San Juan Opico. Una “tía madrina” aceptó llevársela a la capital salvadoreña, en el centro del país. “Íbamos a comenzar una nueva vida con ella, pero la verdad es que no funcionó porque en esa casa todos trabajaban y nadie quedaba en casa. Decidieron que [con un hermano] fuéramos a vivir a unos hogares infantiles. Allí viví de los 9 a los 20 años”, recuerda.
Por reglas de los hogares, a los 20 debió salir. “Me uní a otras compañeras del albergue y alquilamos un dormitorio. Yo trabajaba en una tienda de ropa y en diferentes partes. Al trabajo nunca le tuve miedo. A los 23 me acompaño [se unió en relación sentimental con un hombre] y en 2005 tengo a mi primer hijo, Óscar David Montano Rivera, ahora de 14. En ese momento sólo deseaba trabajar y estudiar. Pero me acompañé y tuve a mi primer hijo”, describe.
De ese ex compañero sentimental—David Montano—aclara que “no me gusta hablar”. Al principio, resume, todo iba bien. “Luego de nacer mi hijo comienzan los golpes, los pleitos. Sin apoyo de mi familia, me sentía desamparada. Pero agarré fuerzas. No iba a soportar que alguien me golpeara o maltratara. Eso no lo iba a soportar. Sólo aguanté a que el niño tuviera cuatro meses, me separé del padre de mi hijo y me dije: ‘No, hasta aquí’. Tenía 24 años. Fue una etapa muy difícil y muy triste con mi hijo y con su papá”.
De su suegra obtuvo respaldo y “pude salir adelante. Cuando mi hijo tenía 6, quise rehacer mi vida sentimental y quedé embarazada. Pero pierdo al segundo bebé y fue por eso que fui acusada de haberme provocado un aborto, cuando no lo hice. Fui acusada injustamente”, afirma.
“Yo ni sabía que estaba embarazada, porque me venía mi periodo [menstrual] normal. Me vengo a percatar cuando me pasa la emergencia obstétrica, el 24 de noviembre de 2011, cuando voy al baño y sólo sentí que me bajó algo, pero muy rápido… Y ya no recuerdo nada más, sólo que desperté en el hospital, rodeada de policías que me acusaban de haber matado a mi hijo. Yo pedía pruebas”, rememora.
Para esa época, ella trabajaba en una maquila y vivía con su hijo y con exsuegra, Ana María Montano, madre de su primer excompañero sentimental.
A su segunda pareja también la dejó porque “no soporto que me maltraten”, aduce. Pero el peor drama ocurrió al despertar de madrugada en un hospital capitalino de maternidad, tras haber sufrido el aborto de su segundo hijo.
“Me veo rodeada de policías acusándome de homicidio agravado y sin ninguna orden judicial, sólo acusándome. Y les digo: ‘Yo no he matado a nadie, yo quiero pruebas’. Nunca hicieron pruebas. Pasé ese día en el hospital. Luego me llevaron a una bartolina [celda policial], y a los cinco tengo mi primera audiencia”, refiere.
Encarcelada, despojada de los medicamentos que recibió en el centro de salud y de la ropa que le llevó la abuela de su hijo, casi ni podía dormir. “Siempre me trataron como una asesina. Los policías me decían: ‘Así como mataste a tu hijo, te vamos a matar nosotros’. Fue una cosa muy difícil, porque acusan de algo que uno no ha hecho. Pero siempre levanté mi cara y la voy a seguir levantando porque no hice nada. No me importa lo que la gente diga: lo importante es que yo sé cómo pasó”, aduce.
Ante la audiencia inicial, un juez le preguntó con qué instrumento cortó el cordón umbilical. Su abogada defensora de oficio guardó silencio. “Entonces me paro y le digo al juez que yo no había cortado ningún cordón umbilical y que yo quería pruebas, que me hicieran un examen para que ellos vieran con qué yo había cortado el cordón umbilical. No hicieron ningún examen. Alegaban que yo lo había cortado”, expone.
E insiste: “El cordón se desprendió de forma natural y ahí es donde yo no puedo hacer nada”.
Tras ser remitida a una cárcel de mujeres, en julio de 2012 fue condenada a 40 años de prisión por homicidio agravado, en un juicio que, reprocha, “no duró ni 10 minutos. Eso fue rápido, sin pruebas, ni nada”.
Con la sentencia a cuestas —“no fueron dulces lo que me dieron de condena”—y desesperada, aunque segura de demostrar su inocencia, mantuvo “la fe” en que recuperaría su libertad. Los cuatro años y medio que pasó en prisión los repasa con crudeza.
“Allí las mujeres sufrimos discriminaciones, golpes, abusos de la autoridad. Cuando las autoridades de la cárcel, hombres y mujeres, hacen las requisas, meten las manos en nuestras partes íntimas para ver si no llevamos nada. Es un círculo de violencia que se vive dentro de la cárcel”, denuncia.
En esos 54 meses sólo pudo ver dos veces a su hijo, ya que la ley salvadoreña únicamente permite visitas de padres o madres y ella no tenía a ninguno. “Por eso, nadie me podía ir a ver. Uno soporta lo que uno sufra, pero no el sufrimiento de un hijo. Para mí fue muy difícil”, recrimina.
Sin dinero para pagar un abogado, en agosto de 2012 consintió recibir el apoyo de la (no estatal) Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto Terapéutico Ético y Eugenésico.
En el penal conoció a otras mujeres presas por el mismo delito que a ella se le atribuyó.
La mezcla en prisión fue de pánico y desafío: “¡Me asombré tanto de ver mujeres con 10, 12, 15 años en de la cárcel! Me sentí asustadísima. Les preguntaba por qué no denunciaban. Eran muy tímidas. Yo les decía: ‘Tienen que denunciar, son inocentes’. Y al ver que no estaba sola en mi caso, me dije: ‘No nos podemos quedar calladas. Tenemos que denunciar’. Y comienzo a denunciar todo lo que estábamos viviendo en la cárcel”.
Las primeras denuncias fueron ante Amnistía Internacional, organización mundial no estatal de defensa de los derechos humanos, el Parlamento Europeo y otras instancias externas.
El abogado salvadoreño Víctor Hugo Mata asumió el caso de ella y en abril de 2016 logró que se revisara la sentencia y abrir un proceso forense. Un juez admitió que ninguna prueba que confirmara el argumento de los fiscales de que hubo maltrato físico al feto.
Por eso, refuta: “El cuerpo no presentaba nada, ningún rasgo de maltrato. Mi hijo ya estaba muerto en mi vientre. Fue algo natural. El juez dice que no había nada en contra mío, que quedo en libertad y que el Estado salvadoreño tenía que pagarme por daños y perjuicios en esos cuatro años y medio. Para mí eso no era importante. Lo que quería era salir libre, estar con mi hijo y comenzar de cero”.
Ante lo que ordenó el juez de pagarle por daños y perjuicios, el Estado salvadoreño “me persiguió y no me indemnizó”, reclama. De seguido, expresa jubilosa que, aunque la Fiscalía General de El Salvador luego apeló, “durante esos 10 días me sentí libre. Sólo me importaba mi hijo, no la pobreza en que estaba. Había que salir adelante”.
Pasados los 10 días y ante la apelación, comenzó lo que ella plantea como “mi pesadilla de verdad”. Confesó a Agrupación Ciudadana que migraría “de mojada”, por vías irregulares, a Estados Unidos, porque “no iba a esperar a que me volvieran a meter presa por algo que yo no había hecho, a que me separaran más de mi hijo. Ya no estaba dispuesta a eso”.
Sin embargo, la apelación fracasó y el proceso remató en que ella logró su libertad absoluta. “Mis papeles quedaron limpios en mayo de 2016 y sin restricciones para salir. Pero tuve que salir y el 7 de octubre de 2016 llegué a Suecia con mi hijo”, prosigue.
¿La razón? “Por la persecución, la discriminación personal y laboral que vivía. Siempre he dicho que la fiscalía me persiguió no tanto por el delito que decía que había cometido, porque se demostró que no había hecho nada. Me perseguía porque no me quedé callada. Denuncié la violación de los derechos humanos dentro de la cárcel y esas cosas no le gustan al Estado. No le gusta que uno denuncie lo que vive en las cárceles”, contesta.
“Yo no estaba dispuesta a callar lo que habíamos vivido. Algunos medios de comunicación informaron de mi caso dándole la verdad a la Fiscalía y comencé a recibir mucha discriminación social, laboral. Me cerraban las puertas. Iba a buscar trabajo y me decían que no, que la plaza estaba ocupada. Fue una situación difícil. Y la pobreza, todo eso, me obligó a dejar lo poco o nada que tenía”, lamenta.
Por eso, se convirtió en la primera asilada internacional por consecuencia de una política antiaborto y al llegar ante una oficina de migración de un aeropuerto de Suecia, con Óscar David, “fue la primera vez—afirma contundente—que me sentí escuchada”.
Al respecto, ahonda: “El día que llego a migración con mi hijo, fue la primera vez que me sentí escuchada, que me sentí como se dice… segura. O sea, que me estaban protegiendo. Me sentí libre, no me sentí discriminada. Fue la primera vez en toda mi vida que me sentí escuchada por parte de una instancia del Estado”.
Pese al cambio, subraya, “sí, traía mucho miedo, porque no sabía qué era lo que me esperaba, a qué me iba a enfrentar al principio. Pero también dije en mi mente: ‘Ya lo más difícil pasó’. Y esto no es nada difícil, aprender un nuevo idioma y cuando no podía decir ni hola cuando llegué. Pero no ha sido imposible frente a todo lo que ya viví”.
María Teresa está dedicada a estudiar sueco e inglés, con planes de completar una carrera como enfermera para ancianos. Óscar David logró empezar a hablar sueco apenas a los tres meses de estar en Suecia y cursa la secundaria. “Él fue bien rápido para comunicarse con los demás. Es un niño muy inteligente. Le está echando ganas”, dice, orgullosa, su madre.
Mientras consiguen obtener su propio sostenimiento económico, ambos sobreviven con una ayuda social que, cada mes, les otorga Suecia.
A más de 9 mil 500 kilómetros de distancia de su tierra natal, admite: “Sí quisiera volver a El Salvador. La verdad es que sólo tengo a mi exsuegra y a mi hermano allá, pero quisiera volver para ver a todas las mujeres a las que les pasó lo mismo que a mí me pasó. Quisiera que ellas tengan la oportunidad de emprender una nueva vida con mejores condiciones. Y sí, tengo muchas ganas de volver a El Salvador”.
Al igual que María Teresa, los sufrimientos de otras salvadoreñas —llámense Imelda o Evelyn— saltaron en 2018 y 2019 al debate internacional, como víctimas de las políticas antiaborto de El Salvador. Ante esa prolongada desdicha, con mujeres presas, ya en ruta a la cárcel o sometidas al dilema de ser encarceladas en cualquier momento, la asilada salvadoreña sabe que, a pesar de estar lejos de El Salvador, tiene el deber moral de intensificar la batalla para que se cambie la política antiaborto de su país.
“Espero que las leyes de mi país cambien y que ninguna otra mujer sufra lo mismo que hemos sufrido. ¡Que no se siga condenando ni criminalizando a las mujeres por sufrir una emergencia obstétrica! Eso es incoherente. Ojalá que por los derechos que a mí se me violaron, que mañana las niñas y las mujeres puedan gozar de total libertad”, implora.
“Nuestro cuerpo no le pertenece al Estado”, recalca, al plantear que el Estado nunca hace nada cuando esos cuerpos —de mujeres o de hombres— padecen frío, hambre, inseguridad o viven sin techo, salud o educación.
“El Estado no debería estar poniendo esas leyes tan injustas, porque es nuestro cuerpo y nosotros tenemos que decidir sobre nuestros cuerpos”, arguye.
Y para concluir, revela una ilusión: “Espero que las leyes cambien, que nosotras podamos tener autonomía en nosotras mismas y eso es lo que más deseo: sueño con que las mujeres algún día podamos vivir en un mundo sin discriminación, sin violencia y en donde podamos ser nosotras mismas”.