Hace tres meses iniciaron grandes movilizaciones populares contra el gobierno sandinista de Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo. Los inconformes se autodenominan Movimiento de Estudiantes 19 de Abril, y básicamente reclama la salida de la dupla Ortega-Murillo del poder.

Daniel, junto con su hermano Humberto y un grupo de jóvenes guerrilleros afiliados al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), encabezaron hace 40 años, en 1978, la insurrección popular que logró derrocar al dictador Anastasio Somoza Debayle el 19 de julio de 1979.

La historia se repite, pero esta vez el libertador se volvió el dictador. Ortega gobernó Nicaragua por vez primera entre 1979 y 1990; eran los años de la guerra fría. Diecisiete años después regresó al poder por la vía electoral el 10 de enero de 2007, y se reeligió en 2011 y en 2016. Ha acumulado 22 años en el poder. Desde 2007 su gobierno poco a poco ha aplacado la oposición democrática y ha controlado los poderes legislativo y judicial. Se considera un régimen autoritario donde los balances democráticos en las instituciones del Estado se han diluido casi totalmente.

Las protestas aparecieron por la aprobación de una reforma al sistema de seguridad social, que permitiría al gobierno usar los recursos de las pensiones para costear el gasto público corriente. El conflicto ha escalado y la oposición exige la renuncia del presidente y la vicepresidenta Murillo. Solicitan el adelanto de las elecciones a marzo próximo, y no para marzo de 2021, como están programadas.

Desde 1979, el sostén de la revolución se basó en el respaldo externo. Entre 1979 y 1990 fueron Cuba y el campo socialista los que hicieron posible la sobrevivencia de la revolución y, posteriormente, al regresar los sandinistas al poder desde 2007, el país pudo sobrevivir por las generosas donaciones de petróleo y fondos en efectivo de Venezuela, gracias al proyecto bolivariano impulsado por Hugo Chávez.

La profunda crisis del gobierno de Nicolás Maduro se refleja en la imposibilidad de ayudar a sus aliados externos como los sandinistas, lo que llevó a Ortega a buscar recursos en los ahorros de las personas de la tercera edad. Esto provocó la ira e indignación popular, primero de los estudiantes y poco a poco generalizándose a todos los sectores de la sociedad.

A pesar de ser uno de los países más pobres del continente, el pueblo nicaragüense no olvida la larga dictadura de la familia Somoza, y ahora ven a Ortega como un gobernante que está imitando las formas de perpetuarse en el poder del que fue su acérrimo enemigo. En aquellos años, en el barrio indígena de Monimbó, en la ciudad de Masaya, a sólo 26 kilómetros de la capital Managua, inició la insurrección popular que llevó al triunfo sandinista. Las tropas de Somoza asediaron, como hoy lo hacen las fuerzas parapoliciales y los francotiradores sandinistas, al barrio insurrecto. Como entonces, Monimbó se ha vuelto el símbolo de la resistencia y lucha contra la opresión del gobierno.

En 100 días van 448 muertos y más de 2 mil 800 heridos, según organismos defensores de derechos humanos. Lo paradójico es que el gobierno señala que sólo ha habido 49 muertos. Estas protestas han generado grandes simpatías internacionales y numerosos gobiernos han condenado al mandato de Ortega, exigiendo el cese de la represión y la violencia. El pasado 1 de junio, 20 ex jefes de Estado de América Latina se dirigieron a Ortega solicitándole el cese de la represión, y la más reciente condena provino de 12 gobiernos de América Latina. También el gobierno de Francia y el Departamento de Estado de Estados Unidos se han pronunciado en el mismo tono, así como el secretario general de Naciones Unidas y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

El levantamiento popular contra el gobierno se expande en los barrios de las ciudades, las escuelas y universidades y de forma creciente se adhieren las comunidades religiosas, los comerciantes y sectores de trabajadores. Se acusa a los Ortega de enriquecerse a costa del Estado en uno de los países más pobres del continente.

La represión se implementa con encapuchados con experiencia militar, de forma muy similar a los grupos paramilitares que actuaban defendiendo gobiernos dictatoriales en América Latina durante la guerra fría. Se impide en las calles que ambulancias puedan asistir a los heridos y han fracasado todos los esfuerzos de diálogo.

Por el momento, el eje de la represión lo constituyen las fuerzas de la Policía Nacional y los grupos parapoliciales encapuchados. Nicaragua, a pesar de su pobreza, no tiene los niveles de violencia de sus vecinos El Salvador, Guatemala y Honduras. La Policía Nacional era muy respetada por la población. Esto ha cambiado y ahora la policía es la reserva represora del régimen.

El ejército nicaragüense se ha mantenido alejado por el momento. Esto envía un mensaje de que la fuerza armada podría ser una de las instituciones a las cuales se puede recurrir como mediadora o, por el contrario, si las protestas crecen en intensidad las próximas semanas, Ortega va a verse obligado a emplearlas. Debemos recordar que el actual ejército de Nicaragua se desprendió del Frente Sandinista tras el triunfo de la revolución, y su líder fue Humberto Ortega —hermano de Daniel—, quien ahora está distanciado y alejado de la política.

Es muy triste ver en Nicaragua los males de América Latina: corrupción, democracias débiles, pueblos levantados contra gobiernos que no respetan las mínimas formalidades democráticas y, en los intentos de acallar y reprimir a la población, la creciente violencia organizada desde el Estado.

Son círculos viciosos que repiten las historias del pasado reciente de forma trágica. Esperemos que en este bello país centroamericano la razón se imponga, que la presión internacional convenza al gobernante-dictador-opresor en que se ha convertido Ortega a dejar el poder y se negocie una salida diferente a la violenta.

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