En un contexto internacional tan complejo como en el que nos encontramos, pretender crear una nueva nación y que ésta se logre insertar con éxito, tanto política como económicamente hablando, es una tarea titánica, que rosa en la irresponsabilidad si no se cuenta con las alianzas previas o una sólida ingeniería institucional que garantice confianza.

Una República independiente va más allá del conjunto de emociones que el referéndum, el intento fallido de pausa para negociar y la reciente resolución del Parlament han despertado en una parte de los catalanes; seguir el sueño puede traer un crudo y costoso despertar.

Las implicaciones van más allá del reto que será lograr el reconocimiento de un país para poder hablar de una independencia real; a escasos minutos del anuncio del Govern, la Unión Europea, Alemania, Reino Unido, Francia y demás potencias respaldaron al gobierno español, asegurando que es el único interlocutor válido. Difícilmente cambiará este panorama.

Pero hagamos el ejercicio de analizar qué seguiría en el camino hacia una Cataluña independiente. La primera complicación sería lograr, en efecto, la separación de forma pacífica, sin un enfrentamiento y con un nuevo gobierno estable, capaz de negociar con los actores políticos y económicos.

Posteriormente diseñar un sistema monetario, tributario, político y un nuevo marco institucional, por mencionar algunas de las tareas domésticas que se requieren para establecer la base de un nuevo estado. No es cosa menor y sobre todo toma tiempo, tiempo en el que tendrán que resolver ¿qué hacer ante la fuga de empresas que ya alcanza las mil 700? ¿Cómo garantizar fuentes de empleo? Y, sobre todo, ¿qué le va a ofrecer este nuevo Estado a organismos internacionales, mercados y capitales?

Una de las razones por las que el movimiento independentista se exacerbó, no sólo en Cataluña, fue la política de austeridad aplicada por la Unión Europea y por consecuencia España; sin embargo desligarse de un sistema económico y someterse al proceso de desgaste que la construcción de una nueva República significaría, trae de la mano una crisis económica mayor. Separarse sale caro, pregúntenle a Reino Unido.

En la apuesta hecha por el Parlament, tal y como está actualmente, todos pierden: el gobierno y las instituciones españolas quedan frágiles y Puigdemont no ofrece claridad sobre una ruta crítica, por lo que confianza perece ante la incertidumbre.

Regresando del ejercicio planteado hace algunos párrafos, la decisión del gobierno catalán de no respetar el artículo 155 y de continuar con los planes de diseñar una ruta hacia la autonomía, sí marca un antes y un después para el Estado Español; la resolución de esta crisis política no se logrará desde unas elecciones convocadas por el debilitado gobierno de Rajoy, quien podrá ser un interlocutor válido para el extranjero, pero no para los catalanes. Mientras tanto la comunidad internacional se mantiene como mero espectador, que ofrece buenos deseos, pero no se ofrece como mediador ante este antiguo problema que denominan “doméstico”. ¿Será que se encuentre una tercera vía?

Internacionalista y socia de Meraki México

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