Los cielos de Madrid son de un azul elocuente; su transparencia trae cerquita la sierra y recorta los edificios de la Castellana y la Gran Vía contra ese fondo celeste que ofrece atardeceres memorables: nubes que se rasgan en amarillos y naranjas. Revivo la emoción de estar bajo la bóveda, cuando vuelvo a poner pie en esta ciudad a la que siempre dedico palabras, porque cada vuelta a Madrid es todos mis madrides (los de la memoria de mi abuela, mi madre y los que he vivido desde que la encaré en 1974). El cielo de Madrid fue el que emocionó profundamente a mi madre cuando desde el avión supo que volaba sobre la ciudad que dejó de niña, el cielo de Madrid nos protegió como un manto azul la primera vez que mi amiga Guadalupe y yo llegamos a vivir a un hostal de chicas de provincias españolas en la calle de la Reyna, que era entonces un lugar oscuro e incierto.

El edificio de correos, que mudó de vocación, acerca el cielo a la ciudad cuando desde su terraza se saborea el azul y a la Cibeles, que es la primera boya para mirar esta ciudad. La Cibeles me da certeza de ombligo, estuvo tapada con piedras durante la guerra y hoy es diosa altiva que quiere echar a andar hacia el vértice de Alcalá y la Gran Vía. La Gran Vía abre como arteria blanca el azul de la ciudad y se desparrama en calles estrechas y bulliciosas hacia Puerta del Sol o Chueca, convidando un azul personal e íntimo entre los edificios de cuatro pisos con sus balcones de ciudad que es precavida con el invierno y cautelosa con el verano. Pero mayo es mes de San Isidro, que quita el agua y pone el sol, es festejo en esta ciudad que en la noche me regaló el ensayo de Martirio en la Plaza Mayor, en preparación para las fiestas. Gafas oscuras, abrigo gordo, orquesta y su estilo desgajado y fácil en una plaza habitada por muy pocos bajo el cielo encapotado que San Isidro tendrá que arreglar. Al cielo azul de Madrid hay que aquietarlo y entrar a La Ardosa, donde la tortilla de patata es exclusividad, y es tierna y la mejor sobre esa barra de madera laqueada en rojo. Y luego hay que sorberlo sobre La Castellana, que es señorial y en Recoletos muda de nombre y se llena de cafés de tradición y lleva al Barrio de las Letras justo por el Prado, donde nacieron, vivieron, pasaron o llevan el nombre de escritores ilustres las calles: por allí la casa de Lope de Vega, otra donde vivió Cervantes y, para mi sorpresa, la casa de una escritora que me enseñó el placer de la lectura silenciosa y ligó mi vida a Madrid: Elena Fortún. Seguramente nos habla al oído a unos cuantos, los que leímos las aventuras de Celia y su hermano Cuchifritín (descubrir la placa en el número 44 de la calle de Huertas es un guiño que me ofrece el cielo pardo de la noche de Madrid).

Hay que descapotar la hermosa techumbre de principios del XX del mercado San Miguel (que justo se inauguró el 13 de mayo de 1916) para hurgar en sus puestos de gastronomía española gourmet: que si mariscos, o croquetas, o jamones, o quesos o aceitunas de todo tipo. Un concepto que ha ganado terreno en las ciudades del mundo, pero que es único en la elegante escala de este mercado de barrio tan de novela de Pérez Galdós. Bajo el cielo de Madrid cuelgan los pendones de las exposiciones de la temporada: las obras del museo de Bellas Artes de Budapest en el Thyssen, Miró en el Mapfre, detalles de El Guernica en el Reina Sofía, los dibujos de Bacon en el Círculo de Bellas Artes. Contra el cielo de Madrid ondea la bandera de México en la Embajada e Instituto de la Carrera de San Jerónimo y lo harán en la futura Casa de México del palacete de Alberto Aguilera (cesión por 25 años del Ayuntamiento de Madrid), que se remodela para seguir tejiendo nuestro estrecho parentesco.

El cielo de Madrid te sale al encuentro por todas partes, como dijo José Emilio Pacheco del mar, es el mejor espectáculo desde cualquier terraza donde es bueno perder las horas y colgar la vista en el tendedero del ocio. Y dejar que marche Gómez de la Serna con sus greguerías y estampas de Madrid y Carmen Martín Gaite con sus novelas de calle y barrio. No en vano Antonio López escogió los edificios y techos de Madrid para su pintura donde la vida cotidiana de la ciudad presume su estética y un suave arropo.

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