Cuando se va a Boca del Río en Veracruz uno piensa en camarones, en minilla, en chilpachole, en el río y su encuentro con el mar, por la parte grata, y en los eventos violentos y el oprobio que siempre ponen en el mapa a los sitios. Rara vez los reflectores se colocan sobre lo que ocurre en una partitura paralela al abuso del exgobernador Duarte —que dejó lastimados y pobres a los veracruzanos—, allí donde el esfuerzo por hacer del arte una experiencia cotidiana, una herramienta de relación con la vida y hasta laboral subraya lo mejor de nosotros.

Lo mejor de nosotros ocurre cuando una escuela de la colonia Manantial te recibe, como me ocurrió a mí, con la orquesta de niños y adolescentes en el patio, colocados en sus posiciones, afinando instrumentos, concentrados en lo que va a suceder. Lo que va a suceder ya me está sucediendo a mí en Orquestando armonía, que es como se llama el proyecto a cargo del Patronato de la Orquesta Filarmónica de Boca del Río y del municipio de Boca donde un joven alcalde Yunes Márquez ha sido clave en el apoyo y en idear las vías de continuidad del mismo. La tarde es calurosa y los muchachos están protegidos bajo un tejabán del patio donde ensayan de cuatro a seis todos los días de la semana. Los músicos contratados para la Orquesta Filarmónica son quienes les dan clases. La orquesta escolar que escucharé, me dice Amparo Thomas —entusiasta presidenta del Patronato—, es la más avanzada de las tres que hay: llevan dos años trabajando. Antes de que ocurra lo que ocurrirá, me llevan a un salón donde espero el comienzo del concierto, y para mi sorpresa están las madres y abuelas de algunos de los chicos ensayando en el coro que han formado. Me cuenta Amparo que el maestro las veía esperar, muchas veces absortas en sus celulares (ya no bordando o tejiendo), y un día les propuso formar un coro. Allí están sentadas en los pupitres de sus hijos y nietos, y el maestro les pide que entonen una de las canciones que preparan para un concierto homenaje a Cri crí (Gabilondo Soler, otro veracruzano). Me toman desprevenida cuando oigo esas voces educadas y ensambladas cantar “Abre el ropero abuelita…”. La nostalgia y la emoción se me agolpan en esa antesala, me conmueven ellas que acompañan a sus hijos o nietos para que estudien los instrumentos que antes no sabían nombrar y que ahora orgullosamente señalan como fagot, tuba, oboe. Me conmueven ellas pulcras, vestidas del diario, de edades distintas cantando delicadamente una canción que nos meció de niños. Me esfuerzo por que no se me note la emoción, la humedad de los ojos. Y todavía no he salido al patio de la Escuela Vasconcelos que hace honor a su nombre; después de que la directora Cecilia Velázquez me presenta a la orquesta, me siento en una silla a escuchar. El director se coloca al frente de los trescientos músicos y de espaldas a mí, puedo ver sus manos alzarse para dar comienzo: un poco de Beethoven, de Händel, de Mozart y un popurrí de canciones mexicanas en versión para orquesta, donde reconozco al Pajarillo Barranqueño. Los violinistas no tienen más de nueve años, uno lleva lentes y está atento a su partitura, los chicos más grandes tocan el bajo de pie, una jovencita lleva los platillos, al fondo los alientos. Los pequeños y no tan pequeños están a lo suyo, atentos a su instrumento y el rasgueo, la percusión, el soplido, el tañer, y a las manos del director que les da compás, entrada, silencios.

Yo estoy asombrada por el espectáculo con que me reciben, pero más allá de eso, porque estoy frente a una orquesta en un barrio popular, donde la música se desparrama por la malla donde se han detenido quienes volvían del trabajo en bicicleta, los paseantes, los desprevenidos que se suman al placer de perderse en el banquete sonoro. Aplauden entusiastas cuando termina el concierto donde yo me siento pequeña frente a esos niños de primaria, jóvenes de secundaria y sus maestros de escasos treinta años, que se han apoderado de la música, la han vuelto el pan de cada día y ya serán otros, marcados por esta experiencia, como las mismas madres y abuelas y quienes por la calle permiten que la música tiña el aire, el horizonte y la esperanza.

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