En algunas operaciones, la computadora nos pide reconocer unas letras y reescribirlas para comprobar que es un humano el que está allí y no un robot. El humano descifra esos signos puestos de manera caprichosa, el robot no. Pero el humano, y no el robot, se equivoca. Descifrarlas con algún grado de error sería una mayor comprobación que el que escribe es persona. Y las personas estamos sujetas al equívoco. En estos tiempos de eficiencia, el equívoco debiera ocupar un lugar destacado. Quizás la capacidad de reconocer el error nos da otra estatura moral. Pero los errores pueden ser fatales. Y hay profesiones y oficios donde el equívoco no admite el perdón. Pienso en el tren que fatalmente se descarriló camino a Santiago de Compostela hace unos años por un error del conductor. Hay equívocos que no comprometen vidas y que son más pasto literario que otra cosa, como la reciente ceremonia de los Oscar en Hollywood.

En el cacareado “error histórico” se anunció como ganadora una película que no lo era. Como era una de las películas nominadas, pues era posible. A los pocos minutos, el productor de La La Land tomó el micrófono alterado y dijo algo como “no ganamos nosotros, ganó Moonlight, en serio”. Entonces sucedió un extraño despropósito, tres habían dado sus discursos sobre la esperanza y el sueño, que es el espíritu del musical del joven director premiado Damien Chazelle. Y para las palabras que se pronunciaron alrededor de Moonlight, los reflectores no tuvieron el mismo brillo. El desconcierto por el error tuvo más peso que el mensaje, que si el reconocimiento a los derechos de las comunidades LGBT, que las minorías raciales. Todos queríamos saber qué había pasado. El triunfo había sido por breves minutos de otros, y habían sentido su altura y habían comunicado la emoción de ello, y de pronto se despeñaban con la misma fugacidad con que ocurren muchas cosas en la vida. El momento era una versión editada del paso del tiempo, de los logros y los fracasos. Y ni ellos ni nosotros sabíamos cómo colocar su malestar. El de haber actuado como ganadores cuando no eran. Moonlight merecía el premio, no por las razones sociales que la rodean, sino porque es una historia muy bien contada y actuada. El error no nos coloca en la arena de tomar partido por una o por otra película, sino en la incomodidad del instante. Cada quien tendrá un error en su haber que ha desatado reacciones inesperadas, desde el humor a la ira. Los errores marcan. No olvido la escena con que comienza La lentitud, de Kundera. Aquel congreso de entomólogos donde el homenajeado (desde el que se cuenta la historia) pasa al frente y recibe la caterva de aplausos conmovido. Estos toman un buen rato; regresa a su butaca y una vez allí se da cuenta que no leyó el discurso que tenía preparado, que aún late en su pecho esa hoja doblada, minuciosamente elaborada para el momento. El ridículo lo invade, la imposibilidad de regresar sobre sus pasos, interrumpir el curso del congreso y decir que se había emocionado tanto que no leyó lo preparado. El equívoco lo hunde y el homenaje resulta menor que la vergüenza que padece. Una novela que borda en gran medida sobre este hecho concede al error su dimensión impredecible y trágica.

¿Alguna vez lo han confundido con otra persona? ¿Y si uno no desmintiera al del error? Es un buen ejercicio para un cuento, llevar la confusión a su límite. El equívoco es el centro de un cuento clásico de Chejov: “El beso”. Porque lo único que sucede al soldado tímido, que no se cree merecedor del aprecio de las mujeres, es que alguna de las invitadas a esa fortuita recepción en su paso por un poblado le da un beso equivocado cuando él deambula por un pasillo en penumbra: es claro que ella espera a otro con quien se ha citado clandestinamente. Pero Riabovich será otro: un soldado enamorado de una quimera. Y el equívoco bastará para gozar y padecer los intersticios del amor. Para bien o para mal, el equívoco es signo de lo humano.

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