Las elecciones del 4 de junio en cuatro estados de México y otras recientes en el ámbito internacional dejan lecciones muy importantes que deben tomarse en cuenta para futuros comicios.

Parece increíble que después de enormes esfuerzos legislativos, institucionales y económicos no se cuente todavía con la aceptación, por parte de candidatos y partidos, de los resultados de la elección y que casi nadie reconozca su derrota en las urnas. Nada ha contribuido tanto al detrimento de la confianza en el sistema electoral como la pobre convicción democrática de los miembros de la clase política que se rehúsan a aceptar que perdieron. Esta falta de convicción no está monopolizada, sino que se encuentra en casi todos los partidos.

En el país se ha construido un sistema bastante sólido y confiable de escrutinio basado en la participación ciudadana para el conteo de los votos. En la abrumadora mayoría de los casos en que se cuestiona el conteo ciudadano, se termina probando que se contó adecuadamente y se obtienen sólo movimientos marginales con respecto a los PREP originales. A pesar de esto, se insiste en desprestigiar el escrutinio, encontrar pretextos para encubrir la derrota y sembrar la desconfianza ciudadana sin importar las consecuencias.

Por esta razón, la evidente menor cobertura del PREP en Coahuila es particularmente preocupante. Los partidos saben que el conteo es, en general, confiable, pero a pesar de ello no les ha importado mermar su credibilidad. Si el fenómeno de Coahuila no se corrige y se exporta a otras elecciones o la presidencial del año que entra, se pone en riesgo el edificio democrático electoral. Es clave que el Instituto Nacional Electoral analice las causas y las corrija a tiempo para evitar una disputa postelectoral insoluble en un ambiente ya demasiado complicado por sí solo.

De hecho, todo mundo sabe que el problema medular de las elecciones en México no es el conteo ciudadano. Más bien al revés: el sistema funciona en todo aquello a cargo de los ciudadanos. La complicación está del lado de candidatos y partidos. La principal deficiencia del sistema electoral y el incentivo a la perversión reside en los raudales de dinero del propio proceso y de las prebendas que se obtienen como resultado, y en el ejercicio del poder. El alto volumen de recursos en las elecciones sirve como imán para las malas prácticas y las malas compañías y para pervertir el sentido del voto.

No es secreto a voces la extendida práctica de la coacción del voto, el soborno y los excesos groseros en el gasto que rebasan, por mucho, los topes de campaña establecidos en la ley. No se tarda uno mucho, paseándose por el Estado de México, en obtener testimonios de entrega de despensas, materiales de construcción y otros bienes a cambio del número de credencial del INE y una promesa de voto por algún partido. Tampoco es difícil inferir que el costo del número de espectaculares, eventos masivos, camisetas, gorras, equipos de sonido, transporte, tarjetas que son deuda contingente y mucha otra parafernalia, rebasa con holgura el límite máximo de gastos autorizados. Sin embargo, los partidos parecen preferir quejarse del escrutinio y las supuestas violaciones a las actas que buscar la anulación de la elección por faltas aún más graves. La hipótesis más lógica es que no sólo el partido y candidato ganador recurren a estas prácticas ilegales, sino que lo hacen todos, o casi todos.

Como en casos anteriores, se recurrirá otra vez al conocido expediente de hacer aún más barroca la legislación electoral para, ahora sí, evitar más abusos y elecciones de “Estado”. La solución, no obstante, radica en utilizar lo que a todas luces funciona mejor: la participación ciudadana.

La clase política se ha resistido rotundamente, pero la mejor manera de ciudadanizar el proceso electoral es contar con segunda vuelta, como en la mayoría de los países democráticos. Con segunda vuelta, se estaría ahora en vísperas de una contienda entre Alfredo del Mazo, del PRI, y Delfina Gómez, de Morena, para el gobierno del Estado de México, y entre Miguel Riquelme, del PRI, y Guillermo Anaya, del PAN, para el de Coahuila, y sin conflicto postelectoral ni discusión sobre el conteo de los votos. Imposible predecir quién de estos candidatos ganaría en segunda vuelta. Pero ése es, precisamente, el propósito de la democracia, la incertidumbre sobre el triunfo y la decisión exclusivamente ciudadana.

Es política, legalmente también, a menos de que se cambie la Constitución, demasiado tarde para legislar la segunda vuelta para el ciclo electoral de 2018. Pero esto no es una razón para no hacerlo, sino al revés, un incentivo para legislarlo desde ahora.

La principal lección de los recientes procesos electorales en Francia no es sólo el valor de la segunda vuelta, que es sumamente importante ya que permite bajas barreras de entrada para la primera, sino la alta participación ciudadana. La segunda vuelta es de gran utilidad para solucionar conflictos postelectorales, en la mayoría de los casos, no siempre, y para que sea más confiable el conteo de los votos. Para resolver el profundo daño que hace a la democracia mexicana la presencia de dinero legal e ilegal y de la coacción del voto, la litigiosidad del sistema no basta y la segunda vuelta quizá tampoco. Lo que se requiere es elevar significativamente la participación ciudadana.

La efectividad de la compra del voto es inversamente proporcional a la participación ciudadana. Entre menos gente vote, mayor es el beneficio marginal de una despensa más. Para hacer las despensas inservibles electoralmente se requiere que voten mucho más ciudadanos. La coacción del voto sería mucho menos eficaz, o prohibitivamente cara, si la abrumadora mayoría silenciosa saliera a votar.

De hecho, la labor más importante del INE, además de organizar las elecciones y emitir credenciales, debiera ser promover el voto. Su acción debería ser evaluada por el número de ciudadanos que participen en el proceso electoral. La enorme inversión que los mexicanos han hecho para sufragar un altamente costoso sistema electoral tiene sentido sólo si la participación es muy alta. Lo que ha permitido la revolución del movimiento Macron en Francia es, además de la segunda vuelta, el hecho de que 75% de los electores participaron en la elección presidencial y rechazaron la opción extremista del Frente Nacional. Con baja participación, esta opción retrógrada podría haber ganado.

Pocos lo saben, pero en México el voto en elecciones es obligatorio, la fracción III del artículo 36 de la Constitución así lo mandata. Quizá sea el momento de que el Congreso, el Poder Judicial, incluido el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y el INE aseguren que se cumpla con este mandato y propongan derogarlo. Si el voto fuere obligatorio en los hechos, no habría coacción y se avanzaría en la consolidación de la endeble democracia. Con alta participación y segunda vuelta se ciudadanizaría el proceso electoral y se aspiraría a que los candidatos aceptaran el resultado de las urnas con dignidad y prontitud.

@eledece

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