En la era de la óptica, las ambiciones políticas viven o mueren desde la sentencia viral de YouTube. El video definitivo de la elección del 2018 ya está en línea. La escena ocurrió el 23 de mayo del 2012. Unas semanas antes de la elección presidencial, Enrique Peña Nieto, candidato del PRI, se presentaba en una entrevista grupal en Tercer Grado, el programa de debate periodístico de Televisa. Vale la pena verlo de nuevo. En un momento dado, Peña Nieto explica el supuesto proceso de evolución de su partido. “Es un PRI que ha venido renovándose a su interior,” declaraba, convencido. “Hoy tiene mayor presencia de las nuevas generaciones que son parte del partido”. De inmediato, Denise Maerker intuye una posible revelación y le pide al candidato que ofrezca algunos nombres. Peña Nieto se engolosina y gustoso identifica a la que él mismo define como la “nueva generación política” del priísmo: “el gobernador de Quintana Roo, Beto Borge; el gobernador de Veracruz, Javier Duarte; César Duarte, gobernador de Chihuahua”. Todos, aseguraba entonces Peña Nieto, formaban parte del proceso de “renovación del partido”, la prueba de que el PRI había entendido las lecciones de su pasado depredador y corrupto para ofrecer un mejor proyecto de gobierno desde la generación nacida en los setenta (a excepción de César Duarte; cuatro años mayor que el propio Peña Nieto). El video es definitivo para el 2018 porque revela no solo la traición de cada uno de esos priístas al supuesto proyecto de renovación moral del partido sino porque exhibe, con claridad lapidaria, el gran fracaso de la oferta del PRI de la mano de Enrique Peña Nieto. El partido que prometía resultados, sobriedad y distancia con sus propios demonios terminó engolosinado con los vicios de siempre. El PRI, en suma, no tiene remedio.

Por años, el PRI ha apostado a la amnesia colectiva. Los operadores del partido, magos de la propaganda y el ilusionismo, entienden su paso por el gobierno como una obra en dos actos. Primero, el tiempo de repartir beneficios, aprovechar el escritorio y la asignación de recursos, construir fortunas, llenar bodegas de objetos opulentos: convencerse de que, en efecto, “merecen abundancia”. El segundo acto es el control de daños. El PRI vende una supuesta contrición; hace algunos ajustes, extirpa (o finge extirpar) sus manzanas podridas, manifiesta su falaz desencanto con quien aprovecha un cargo político para enriquecerse; hace como que se indigna. Y luego promete y vuelve a prometer. Le asegura al electorado que no volverá a ocurrir, que las cosas serán diferentes, que merece una nueva oportunidad para demostrar que es capaz de embridar sus peores impulsos.

Esa misma dinámica enferma está en marcha rumbo a las elecciones de este año. El PRI pelea el bastión mexiquense, por ejemplo, con la promesa de la fuerza frente a la criminalidad y la corrupción. Enrique Ochoa, presidente del partido, aprovecha cada oportunidad para manifestar histriónica rabia frente a los abusos que, desde el poder, han consumado los gobernadores de su partido. En suma, el gran hipnotizador priísta ya comienza a mover el relojito pendular frente a los ojos de millones de electores en el país. El problema para el priísmo en el 2017 (y, sobre todo, en el 2018) es que la realidad parece haberlo finalmente alcanzado. Tratar de vender la oferta del ejercicio ético y firme del poder cuando gobernadores del partido — de la supuesta ala “renovadora” del partido, nada más y nada menos— resultan detenidos por el mundo, acusados de acumular millones desde la asociación delictuosa más ruin, se antoja como un acto de malabarismo casi imposible.

El electorado mexicano tendrá que decidir si rompe finalmente con el PRI, ese gran adicto reincidente, marido adúltero sin remedio de la historia moderna mexicana. Desde hace décadas, los votantes mexicanos se han comportado como esposa cegatona, creyendo las promesas del abusador. La gran ola corrupta del sexenio peñanietista debería traducirse en un divorcio definitivo. La evidencia de la traición está a la vista de todos. El desengaño de la promesa del buen gobierno, del surgimiento de una nueva generación de priístas virtuosos, está ahí, en video, en la voz del hombre que hace años firmó el compromiso de hacer cumplir la ley y hoy es testigo —mayormente mudo— del derrumbe de sus correligionarios, corruptos ídolos de barro a los que alguna vez puso de ejemplo de un mejor destino. No es una exageración decir que la salud de la sociedad mexicana, del proyecto de nación que es México, depende de que el PRI reciba una lección. En la vida pública y privada, nada se construye desde la permisividad. Javier Duarte hizo lo que hizo porque contaba con la promesa tácita de protección de su partido, que jamás engulle a sus propios hijos, salvo que así le convenga. Pero también porque pensó, como tantos priístas que le precedieron que, llegada la hora buena, el noble y dócil pueblo olvidaría e, inexplicablemente, volvería a tachar el escudo tricolor en la boleta electoral. Esa es la explicación del éxito del PRI: la apuesta de que, al final, los mexicanos no son más que niños a los que explotar y luego engañar. Es un cálculo perverso que ya alcanzó su fecha de caducidad.

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