No hay que engañarse: si la relación entre la prensa y el poder no arraiga en la tensión, alguno de los dos actores hace mal su trabajo. Lo que debe imperar es la distancia y la duda, no la complicidad. El periodista, sobre todo, debe acercarse a su oficio desde un principio inalienable: el político pretenderá, siempre, utilizarlo para impulsar una agenda personal y ocultar una verdad incómoda. De ahí que una entrevista sin al menos una declaración problemática para el político sea un fracaso: no es lo mismo dar foro para una explicación que forzar una revelación.

Desde este entendido, es comprensible que entre prensa y poder prevalezca una resistencia no solo irresoluble sino deseable. Cada gobierno tiene antagonistas declarados en la prensa. Durante su presidencia, Barack Obama intentó distanciar a Fox News de la Casa Blanca. Y aunque haya quien argumente (con justicia) que lo de Fox no es periodismo sino propaganda, eso no daba derecho al equipo de comunicación de Obama de alejar a la organización conservadora de la difusión de la agenda gubernamental. Sobra decir que lo mismo ha ocurrido en México. En menor o mayor medida, los gobiernos eligen a quién favorecen y a quién mantienen a distancia para establecer y moldear la agenda. Depende de los periodistas exhibir su marginación y los abusos cometidos desde el poder. Ese ir y venir de persuasión y desconfianza mutua es enteramente normal.

Pero no es lo mismo persuadir que intimidar o extorsionar, y mucho menos descalificar por sistema. Lo primero es parte de esa suerte de pacto tácito entre periodistas y políticos, lo segundo es parte del universo autoritario. Y es ahí donde habita Donald Trump. De la lista de atropellos que ha protagonizado Trump, pocos más constantes y perjudiciales para la democracia estadounidense que la batalla contra la legitimidad del oficio periodístico. Al declarar a los periodistas “enemigos del pueblo” y marginar a varios medios dentro del cuerpo de reporteros de la Casa Blanca, Trump y su equipo han abandonado por completo los códigos de conducta que han prevalecido por dos siglos y medio entre el poder y la prensa en Estados Unidos. Aunque sobran ejemplos de verdadera tensión entre quien gobierna y quien informa —desde Jefferson hasta Nixon— nunca antes un presidente estadounidense había optado por devastar la confianza de la prensa para convertirse en proveedor único de la verdad, ay, histórica.

La resistencia de Trump a la transparencia y la crítica se extiende a otro rubro que, por desgracia, tiende a desaparecer en regímenes autoritarios: la comedia. Hermanada con el periodismo en su naturaleza contestataria, la comedia es indispensable para meterle riendas al poder. Hay otras coincidencias: si el comediante no tiene la valentía de enfrentar cara a cara a quien gobierna —o a quien pretende gobernar— habrá faltado a su oficio. A últimas fechas, los grandes bastiones de comedia estadounidense se han tomado muy en serio la labor de exhibir a Donald Trump. Desde programas como Saturday Night Live —que ha alcanzado una nueva cima de rating— hasta maestros del late night como Stephen Colbert o Jon Oliver, los comediantes están haciendo su parte para poner al aprendiz de tirano en su lugar.

Trump ha reaccionado ferozmente. Además de descalificar el trabajo de Saturday Night Live —programa en el que ha servido como anfitrión un par de veces, antes de su delirio de poder— ahora ha decidido cancelar su presencia en una tradición sana que, curiosamente, unía al mundo de la sátira y la información: la cena anual de los corresponsales de la Casa Blanca. El formato de la celebración es singular: el presidente da un discurso gracioso en el que se burla de rivales, periodistas, colegas y demás y luego cede el micrófono a un comediante que, en el mejor de los casos, le receta varios minutos de crítica desde el humor. En su mejor versión, este intercambio satírico puede acercarse al arte. El discurso de Stephen Colbert frente a George W. Bush es el ejemplo perfecto: el comediante viendo a los ojos al poderoso, burlándose sin piedad de sus abusos y falencias. Búsquelo el lector en YouTube. Vale la pena.

Al escalar su guerra contra periodistas y comediantes, Donald Trump pretende restar oxígeno a la sociedad estadounidense. Es una mala noticia no solo por el evidente peligro de erosión institucional sino por lo que revela de la psique del presidente de Estados Unidos. Trump, un maestro del escenario y la seducción, podría haber optado por un camino completamente distinto. ¿Quién mejor que una estrella de televisión, por ejemplo, para preparar un extraordinario discurso y hacer sorna de los periodistas que, emperifollados hasta el absurdo, se presentan a la cena de corresponsales? Que Trump haya tirado la toalla apenas a un mes de comenzado su gobierno revela no solo sus pulsiones autoritarias sino su aislamiento e inestabilidad emocional.

Habrá que responderle con más risas y noticias.

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