Si hay algo que explica en México la gigantesca brecha entre la cruda realidad y lo ideal, no hay que pensarle mucho. La causa de esta brecha la encontramos en la corrupción. Esta abertura irregular se genera por las personas que trabajan en el sector público y que, al traicionar la confianza depositada en ellos para proteger el bien común, incurren en actos indebidos a cambio de un beneficio personal. Estos actos, que pueden ser por omisión o comisión, son ilícitos, la Ley los tipifica para sancionarlos.

Del otro lado están las personas que representan intereses privados que, al sobornar a un servidor público, envenenan el interés privado volviéndolo ilegítimo e ilegal. Lo hacen para obtener una mayor ganancia o una ventaja frente a lo que la Ley establece, y así ganarle a un competidor. Cohechan a un servidor público débil a cambio de que una decisión de ellos los beneficie sin importar el daño que ocasionan a otros, y menos aún tomar en cuenta los males que provocan a la sociedad que están obligados a servir.

El engaño entre particulares, donde una parte obtiene una ventaja o ganancia fuera de lo pactado en un contrato o del conjunto de reglas que permite una convivencia pacífica, es fraude. Y los fraudes proliferan porque hay tribunales corruptos.

Corrupción y fraude tienen algo en común: se dan por la impunidad, esto es porque un(a) servidor(a) público(a) en la procuración de justicia o de quien tiene la obligación de impartirla no lo hace o lo hace en un sentido contrario a lo que la Ley establece.

La impunidad a su vez puede ser temporal o permanente, hasta que como en Fuenteovejuna de Lope de Vega, las comunidades se levantan contra los abusos e injusticias para ponerle final. En ocasiones es temporal e involuntaria porque la falta de recursos y destrezas impiden llevar al servidor público sobornado frente a un ministerio público, y ya una vez aprehendido, tener los elementos para juzgarlo y condenarlo en tribunales.

La impunidad cuando ya es parte del sistema, esto es de los (ab)usos y costumbres en los que se interrelacionan los intereses privados con las tareas del servir público, bloquea la protección del bien común. Ahí la corrupción incita y sostiene a la impunidad neutralizando los pesos y contrapesos de gobiernos bien estructurados.

Corrupción e impunidad se nutren una de otra, pero lo más grave es cuando éstas infectan a cualquier parte del sector público. Las prohibiciones mientras más absurdas y más demandadas por la sociedad son las que generan inmensos recursos para corromper. Lo paradójico: las mismas sociedades aportan estos fondos que mantienen la impunidad. Las prohibiciones ocasionan el contrabando de drogas, armas y personas para dedicarlas a la trata.

La impunidad se da porque el Estado no se ha hecho de los recursos jurídicos, económicos y humanos para detener a los delincuentes. Los instrumentos jurídicos se los dan los congresos. En una democracia de instituciones sólidas, la competencia entre partidos políticos bien nacidos hace suya las demandas de la sociedad para revisar las leyes que regulan el consumo de lo prohibido.

Otras fuentes de corrupción se dan con quienes tienen en sus manos la libertad de las personas. Los centros penitenciarios son fuente de riqueza para funcionarios corruptos: sean inocentes o culpables quienes purgan una condena o están en espera de ser juzgados. La autoridad al brillar por su ausencia permite las peores explotaciones a las que un ser humano puede ser expuesto.

Las obras públicas que no solamente no tienen procesos transparentes de licitación, sino que carecen de los estudios técnicos para evaluar sus costos y contrastarlos con sus beneficios a la sociedad, así como para determinar si las ingenierías permiten su viabilidad, son también fuentes de corrupción.

Corrupción e impunidad abren la brecha entre los pobres y los acaudalados. Son personajes del Apocalipsis que hacen trizas los beneficios de los mercados en competencia. Con estos demonios no hay impuestos ni petróleo que alcance.

No basta que los pre-candidatos a las elecciones del 2018 sean honestos, deben tener la voluntad y capacidad para desarrollar las instituciones que blinden a la sociedad de la corrupción y la impunidad. Si son serios que manifiesten: “nada ni nadie por encima de la Ley”, aun si se es Presidente de la República.

Economista.

@jchavezpresa

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