Soy un hombre de empresa, con un largo camino recorrido, estoy a punto de cumplir 47 años de presidir EL UNIVERSAL que, en 2016, celebrará un siglo de vida y, en perspectiva, puedo decir con gran orgullo que el inicio de este trayecto debo agradecerlo, primero, a mis queridos padres, que siempre me impulsaron en mi etapa como estudiante y a la formación recibida en la educación pública mexicana.

Ingresé en 1958 a la Escuela Preparatoria Número 6 de la Universidad Nacional Autónoma de México, nuestra Alma Mater, una entidad con la que, por diferentes razones, siempre me he mantenido muy cercano.

Al quedar atrás la Segunda Guerra Mundial, México, como el resto del mundo, era un país con características muy particulares. Después de haber superado una etapa acompañada del miedo y desconcierto, propios de la contienda, la impresión general era que la gente veía la vida con mucho entusiasmo.

Así, nuestro México iniciaba un despegue en casi todos los ámbitos que lo hacían destacar en América Latina. Uno de los mejores testimonios de ese momento de crecimiento y consolidación fue el inicio de la construcción de Ciudad Universitaria que, como recordamos, se dio durante la administración del presidente de la República Manuel Ávila Camacho y del rector de la UNAM Genaro Fernández McGregor. La Universidad presentó al gobierno federal una propuesta para la ley sobre la fundación y construcción de la Ciudad Universitaria, misma que fue aprobada por el Congreso de la Unión el 31 de diciembre de 1945. Al año siguiente, el rector Salvador Zubirán gestionó la adquisición de los terrenos elegidos en el Pedregal, aproximadamente
7 millones de metros cuadrados, y el 11 de septiembre de 1946 el Presidente expidió el decreto de expropiación de dichos predios destinados a la construcción. La Ciudad Universitaria fue inaugurada el 20 de noviembre de 1952 por el presidente Miguel Alemán.

En 1961 ingresé a la Escuela Nacional de Economía de la UNAM, carrera que abracé con firme vocación hasta graduarme con una tesis que titulé “Planeación Financiera”. En ella demostraba cómo la toma de decisiones empresariales puede mejorarse óptimamente, con base en profundas investigaciones de mercado, de manera conjunta con un estricto ordenamiento administrativo. Así, tuve la oportunidad de poner en práctica lo aprendido en las aulas y probar mis capacidades y vocación de servicio.

De mi época universitaria recuerdo con profundo afecto las amistades. A muchas de ellas tengo la fortuna de conservarlas hasta hoy. Como todo estudiante en esos años inolvidables, siempre hubo momentos de gran diversión, sin descuidar lo primordial, que era el estudio. Yo tenía la fortuna de tener automóvil y eso me daba la oportunidad de llevar a algunos de mis amigos hasta Ciudad Universitaria. La Escuela Nacional de Economía es y ha sido un “semillero” de profesionistas que al paso de los años destacarían en el servicio público, en la enseñanza, en la actividad empresarial y en los organismos internacionales.

En ese entonces, la UNAM ya era la gran institución educativa del país; contaba con maestros de la talla de don Jesús Silva Herzog, el ingeniero Jorge L. Tamayo, el licenciado Mario Ramón Beteta, entre muchos más hombres y mujeres respetados y admirados.

De esa etapa estudiantil de mi vida tengo muy presente un México en plena efervescencia de progreso en todos los órdenes. La Ciudad de México era un espacio ideal para vivir y esto, además, era un comentario reiterado por parte de condiscípulos procedentes, sobre todo, de países sudamericanos y del Caribe.

Al terminar mi carrera formé junto con algunos amigos de la facultad una “consultoría económica”. Rentamos un despacho en ese espacio que todavía se conoce como “Conjunto Aristos”, en Insurgentes y Aguascalientes. Allí tuvimos nuestras primeras experiencias como economistas; entre otras actividades, realizábamos estudios de mercado que nos permitieron conocer muy a fondo aspectos que años más tarde me ayudarían a desarrollar de mejor forma mi empresa editorial.

En 1967 conocí a Miguel Lanz Duret Valdés, quien me invitó a colaborar con él en EL UNIVERSAL, entonces una empresa al borde de la quiebra. Me propuse seguir el ejemplo de mi padre y de mi tío, don Nazario Ortiz Garza, hombres emprendedores, de trabajo permanente hasta el último día de sus vidas.

Decidí invertir en la compra de aquella empresa que poco prometía y el 23 de octubre de 1969 inicié un gran reto desde la Presidencia del Consejo de Administración de ese periódico que estaba a punto de sucumbir.

Era una empresa próxima a desaparecer, no sólo por los muchos vicios administrativos, con siete sindicatos que prácticamente impedían que se tuvieran utilidades, con maquinaria muy vieja y procesos obsoletos. En una palabra: sobrevivía de milagro.

Hoy recuerdo esos primeros años de gran lucha para sacar adelante el reto y ahora puedo afirmar, con gran orgullo, que fue gracias a la formación recibida, a los consejos de grandes profesores de los que aprendí no sólo sus materias, sino el espíritu de trabajo constante que requiere cualquier persona que aspire a conseguir el liderazgo en una empresa o cualquier otro objetivo trazado en la vida. Después de 46 años de trabajo editorial, hoy reconozco y agradezco a la UNAM mis estudios, sabedor de que la educación universitaria forjó mi vida.

Por todo esto es que debemos reconocer la importancia que significa el poder contar con una buena preparación que, a la hora de enfrentar los grandes retos, nos permita resolverlos de la mejor forma.

La UNAM es un motor de transformación social. El desarrollo del México moderno en gran medida se debe a su Máxima Casa de Estudios. A todas las mujeres y hombres que se han formado en sus aulas y han hecho que nuestro país sea ejemplo en muchos ámbitos. Pero lo más importante es la capacidad de movilización social que ha permitido que miles de familias reciban los beneficios de la preparación y con ella el acceso a mejores estadios de calidad de vida.

Debemos sentirnos agradecidos y a la vez comprometidos con ese proceso que cada día requiere de la participación de la sociedad para poder brindar a más jóvenes la posibilidad de ese beneficio, tal y como lo hace desde diferentes programas la Fundación UNAM que, más allá de una participación, ha logrado conformar la coordinación de esfuerzos de un grupo de mexicanos que, además de haber egresado de esta institución, entienden bien la importancia de incidir activamente en el proceso formativo de mayor trascendencia en nuestro país. Ojalá seamos cada día más los que podamos agradecer, a partir del apoyo concreto, organizado, transparente y bien coordinado, y entregar recursos a través de los programas que tiene FUNAM en favor de la educación superior en México.

Presidente Ejecutivo y del Consejo de Administración de EL UNIVERSAL  

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