En el libro Los 43 de Iguala, que fue presentado hace unos días en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el escritor y periodista Sergio González Rodríguez dice que según “fuentes de inteligencia del gobierno mexicano”, la investigación sobre los estudiantes desaparecidos “detectó la presencia de agentes de la CIA entre los participantes de los hechos de Iguala”.

González Rodríguez afirma que desaparecer en sólo unas horas a 43 estudiantes, sin dejar más pista de su paradero que unos pocos, milimétricos, fragmentos de hueso calcinado, es una operación demasiado compleja como para que la realicen simples policías municipales de Iguala y Cocula, o sicarios jovencísimos a los que alguien mandó a comprar dos o tres botes de gasolina.

El libro de González Rodríguez hace un esfuerzo interesante por evadir las fronteras maniqueas que dividen la noche de Iguala en luces y sombras, en buenos y malos. Buenos: la normal rural, su directiva, los estudiantes, las víctimas de aquella noche, sus familiares, y todo el que esté dispuesto a gritar: “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”. Malos: el Estado, el presidente, la prensa, los órganos de gobierno, y todo el que se atreva a cuestionar la “verdad histórica” del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, GIEI.

González Rodríguez nos recuerda, por ejemplo, que antes de aquella noche, siguiendo indicaciones de sus líderes, normalistas de Ayotzinapa robaron cerca de 80 millones de pesos en casetas de cobro, secuestraron y mantuvieron bajo su poder autobuses cuyo valor total era de unos dos millones de dólares, privaron de la libertad a decenas de personas, y entre otras actividades violentas provocaron la muerte de Gonzalo Miguel Rivas, empleado de una gasolinera que intentó apagar una bomba de combustible a la que los propios alumnos le habían prendido fuego.

El dinero que los estudiantes obtenían era administrado por los altos mandos de la normal rural, sostiene González, “para acelerar el acontecimiento revolucionario” y financiar un propósito alrededor del cual los grupos subversivos de Guerrero han construido un culto: la “soberanía popular”.

Esos altos mandos de la normal expusieron a los jóvenes a actividades de alto riesgo en un estado fuertemente convulsionado por la violencia, y tras sacrificarlos utilitariamente en un altar ideológico, se resguardaron tras los familiares de las víctimas. Negar lo anterior “sería una ofensa para los desaparecidos”, dice González.

Los 43 de Iguala habla también de la situación en Guerrero: un estado —mejor dicho: un “lugar del crimen”— que posee una historia violenta y anómica de la que forman parte la guerrilla, el narcotráfico, la explotación, la cultura de la ilegalidad, la corrupción gubernamental, los cacicazgos aliados al poder político…

En el libro hay también una dura crítica a los tres niveles del gobierno, al fracaso de un Estado que históricamente dejó que hirviera el coctel que explotó aquella noche, y hay también la crítica de una investigación oficial inconsistente, contradictoria, llena de lagunas, que a más de un año de distancia ha arrojado más dudas que certezas.

González Rodríguez afirma que Estados Unidos no puede mirar con indiferencia lo que ocurre en Guerrero: la producción de heroína que inunda sus fronteras e invade sus ciudades, la existencia de grupos subversivos que operan en el estado desde hace medio siglo: dice que el gobierno estadounidense ha mantenido desde hace décadas agentes encubiertos en Guerrero, y que esos agentes pudieron ordenar y dirigir los hechos de aquella noche en Iguala.

La CIA, escribe, capacita a militares y a personal del gobierno mexicano para que le ayuden a sostener sus políticas y doctrinas de seguridad. El autor sostiene que lo ocurrido con los normalistas fue un mensaje de escarmiento: algo parecido a una operación de contrainsurgencia.

No comparto, diría que en lo más mínimo, ese tramo del libro, pero creo que pone sobre la mesa un asunto muy poco investigado: la injerencia de Estados Unidos en las decisiones nacionales y el misterioso papel de sus agencias en México.

González Rodríguez afirma, por cierto, que la CIA tiene en este país la base más grande de América Latina.

@hdemauleon

demauleon@hotmail.com

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