Se llamaba Guillermo. Se casó con ella y luego la prostituyó con los migrantes mexicanos de Chicago. “Ahí empezó todo lo malo”, recuerda María.

María vino a verme a mi oficina luego de la serie publicada en este espacio sobre la esclava sexual más antigua de la calle Sullivan. Pero María no conoció esa calle: a ella la explotaron Los Zetas en la zona de tolerancia de Reynosa.

Había llegado a Chicago, procedente de Cuba, y se puso a trabajar en un restaurante de tacos. Bordeaba entonces los 20 años. En ese restaurante conoció a Guillermo, un mexicano jovial y simpático, oriundo de Monterrey. El problema con Guillermo era que se inyectaba heroína y terminó por convencer a María de que la probara.

La probó. Ya no quiso dejarla. “Si quieres más droga —le dijo Guillermo— tienes que jalar”.

Jalar significaba prostituirse en edificios repletos de migrantes mexicanos. En cada habitación había 10 o 15 huéspedes. María pasaba de cuarto en cuarto y le cobraba 20 dólares a cada cliente. Llegó a darle a Guillermo 500 dólares por día. A cambio, él le daba heroína.

Un día, ella se embarazó. Tuvieron una hija. Pero a los pocos meses los detuvieron con droga y pasaron un año en la cárcel. La niña fue dada en adopción. No volvieron a saber de ella.

Al salir, Guillermo había tomado la decisión de llevarla a Monterrey. Había una oferta de trabajo, le dijo. Tomaron un autobús. María notó que en el camión viajaban unas 30 chicas: mexicanas, colombianas, venezolanas. No entendió qué sucedía.

Lo hizo de mala manera horas después, cuando Guillermo le compró un baby doll y unas zapatillas altas, y la llevó —“con unos amigos”— a una casa elegante en San Nicolás de los Garza. Esos amigos tenían armas, granadas, cocaína y marihuana. Tenían tatuajes con la letra “Z” y “con símbolos de Satanás”.

“Aquí vas a trabajar. Yo voy a venir todos los días por la cuota. No abras la boca y haces lo que te digan”, le dijo Guillermo.

Todas las muchachas de la casa —unas 40— estaban drogadas. “Había en la sala un cenicero repleto de coca”, dice María. Las faltas eran castigadas a golpes y a veces con la muerte. María vio cómo sacaban mujeres envueltas en sábanas: “Vi cientos de mujeres pasar muertas. Las subían a una camioneta y las iban a enterrar”, dice. “Entendí que solo había dos opciones: una, que me mataran; dos, vivía”. Así que se esforzó por caerles bien a todos, por hacer lo que le decían, porque a sus clientes “les gustara la cama”.

Notó que con frecuencia los mafiosos llevaban a la casa a muchachitas de 13 o 14 años “que se robaban de otros lados”. Era su manera de “ir limpiando”: cada que llegaba “nueva carne” mandaban al resto de las mujeres a otros sitios.

A ella la enviaron a San Juan del Río, “con Mónica Mendoza Reséndiz, enganchadora de niñas”. Luego la movieron a Querétaro y Acapulco. Finalmente, fue enviada a la zona de tolerancia de Reynosa, Tamaulipas: dos cuadras amuralladas, en las que funcionaban 52 congales.

La zona estaba a cargo de un hombre apodado El Catracho: violento, despiadado, brutal, era el encargado de recibir las cuotas.

“Ahí me enganché con la ‘piedra’. Te la dan para que fumes, luego pagas por ella. Yo tenía que estar con 30 o 40 cada noche y eso me ayudaba a resistir. Todos los días estaba yo drogada, loca”.

Relata María: “Yo era bonita, talla 3. Me habían puesto pechos. Muchos me buscaban. Me buscó El Z-42, lo conocí bien: un día nos llevaron a una fiesta en un rancho de Allende. Drogas, baile, todo. Ahí estaba él. Tenía la mirada ida, tatuajes en los hombros, el pecho, la espalda. Me escogió a mí”.

En una de esas fiestas vio que a un hombre le quitaban la piel con una sierra; en otra, que Los Zetas enterraban hasta la cabeza “a unas muchachitas”. “No sé qué pasó, por qué les hicieron eso. Tú no preguntas nada, tienes miedo, terror de esos hombres. Primero están contentos, son amables. Luego se amargan y vienen los golpes. Una vez me tiraron los dientes de abajo a patadas”. María dice que Los Zetas eran dueños absolutos de Reynosa. Nadie los perseguía, al contrario, los cuidaban. “También eran dueños de las mujeres, las mataban o las vendían. Muchas no regresaban”.

Al final, según su relato, “a todos los Zetas los mataron”. El Cártel del Golfo se apoderó de Reynosa: uno de sus líderes, El Metro 3, se hizo dueño de varios congales en la zona de tolerancia.

María había envejecido. Dice que “el comandante Chiricuas” (Roberto Saavedra Santana), nuevo jefe de plaza, le dio 30 mil pesos y le dijo: “Haga su vida. Váyase”.

“En la iglesia del Buen Samaritano me hice cristiana —concluye María—. Hace años que no pruebo la droga”.

Una variante del infierno que México da a sus mujeres.

@hdemauleon

demauleon@hotmail.com

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