Mírame a los ojos —le dijo el empresario Nelson Vargas a Cándido Ortiz, en las instalaciones del Centro de Mando de la Policía Federal. El ex titular de la Comisión Nacional del Deporte encaró durante varios minutos al hombre acusado de haber participado en el secuestro y asesinato de su hija, Silvia Vargas Escalera. Cuando el hombre lo miró de frente, le preguntó:

—Dime cuándo asesinaron a mi hija.

Ortiz le dijo al empresario:

—Desde el tercer día.

Silvia había sido secuestrada de camino a la escuela. Una llamada de Nelson Vargas al celular de su hija, para saber por qué no había asistido a clases, fue respondida por uno de los secuestradores. Le dijeron que diariamente, durante 20 días, le irían cortando un dedo a la joven. “Me mandaban a mí a diferentes lugares a buscar los dedos de mi pequeña”, recordó el empresario.

Cándido Ortiz era un microbusero de la ruta Politécnico-CU. Ingresó a la policía preventiva del Distrito Federal y al quedarse sin empleo se dedicó a robar camiones de carga en la calzada Ignacio Zaragoza.

Unas amistades —así dijo el día que lo detuvieron— lo convidaron a participar en un secuestro, por el que recibió 57 mil pesos. Poco tiempo después mataron a esas amistades, y Ortiz se buscó otras.

Alguien lo puso en contacto con unos sujetos de Iztapalapa, “que andaban buscando gente para secuestrar”. Con ellos realizó ocho secuestros. Las autoridades bautizaron a esa banda como Los Rojos: tal era el nombre clave con que los miembros se identificaban.

Pronto conoció a otro “amigo”, Israel. Israel tenía su propia célula de secuestradores. Llegaron a este acuerdo: la célula de Israel haría los levantones y la célula de Cándido las negociaciones.

Cándido dijo que sus nuevos cómplices lo citaron una tarde en un McDonald´s y le anunciaron que habían “checado a una muchacha que tenía dinero” y que iban a levantarla. Israel, dijo, le pidió que se hiciera cargo de la negociación.

Cándido relató que al día siguiente le llamaron por teléfono para que fuera a la casa de seguridad donde tenían a la muchacha. Dijo que vio a la joven Silvia sentada en una cama y con los ojos vendados “con vendas de farmacia”. Dijo también que al hablar con la muchacha, y saber quién era su padre, se desanimó. Comunicó a Israel que ya no iba a participar en la negociación. “Les dije que era un asunto muy delicado”, recordó.

Pero les estaba mintiendo a las autoridades. En realidad, a Silvia la había entregado un hermano de Cándido que trabajaba en casa de la familia Vargas como chofer.

La voz de Cándido Ortiz fue grabada en varias de las negociaciones. Hacía las llamadas desde teléfonos públicos. Ortiz relató que 15 días después del secuestro citó a Israel en el McDonald’s y le dijo que “no me iba a rifar, porque ya sabía que había policías y que lo más sano sería dejar ir a la muchacha”. Según su declaración, Israel estuvo de acuerdo.

Pero en lugar de liberarla, Israel le intentó cercenar un dedo “y las cosas no salieron bien”. Cándido dijo que encontró a la joven agonizando. “Ya no tenía pulso, había restos de vendas… traté de resucitarla, pero ella ya no reaccionó”.

Los presuntos miembros de la banda de Los Rojos fueron cayendo por distintos caminos. El propio Nelson Vargas señaló al chofer. Cándido fue detenido al intentar cobrar una extorsión. La madeja llevó a la policía a una casa de Tlalpan, en la que la joven fue asesinada.

Tuvieron que pasar siete años para que un juez federal condenara a 52 años a Martín Enríquez, El Chelas, encargado de custodiar y alimentar a Silvia. En 2014, otro miembro del clan, apodado El Comandante Tigre, fue sentenciado a 42 años de prisión. Una magistrada determinó, sin embargo, “que la sentencia no fue dictada con base en la nueva Ley General para Prevenir y Sancionar los Delitos de Secuestro”: se ordenó reponer el procedimiento y dictar nueva sentencia.

El año entrante se cumplirán diez del secuestro de Silvia, y Nelson Vargas se sigue quejando porque, a pesar de que varios miembros de la banda fueron detenidos, sólo uno ha sido sentenciado.

Tenía razón el señor Vargas cuando espetó a las autoridades calderonistas aquella frase emblemática. Qué decir de todo esto nueve años después. Acaso, que el tamaño de la ineptitud para dar respuestas es del tamaño del enojo, de la decepción , del desaliento.

@hdemauleon

demauleon@hotmail.com

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